Por Tomás de Híjar Ornelas

“Para mí no hay sitio para Dios en el universo”. Michel Mayor

Al tiempo que hace pocos días el astrofísico suizo Michel Mayor (Lausana, 1942) recibía en España la noticia de haber merecido del premio Nobel 2019 en su campo profesional, junto con sus colegas James Peebles y Didier Queloz por el descubrimiento, en conjunto, de los planetas extrasolares o exoplanetas, en una entrevista al respecto que hizo mucho ruido declaró, lapidario, que «la visión religiosa dice que Dios decidió que solo hubiese vida aquí, en la Tierra, y la creó».

«Los hechos científicos dicen que la vida es un proceso natural. Yo creo que la única respuesta es investigar y encontrar la respuesta, pero para mí no hay sitio para Dios en el universo”.

Esa conclusión teológica en labios de un científico, por brillante que sea, es, al menos, imprecisa o, en todo caso, lo más aproximado que uno encuentra al dilema que en su tiempo colocó al católico Galileo Galilei ante el tribunal romano del Santo Oficio y que a la postre separó los campos de ambas disciplinas, si bien dejando un escozor que hace apenas dos lustros (en el 2008) llevó a cancelar de forma abrupta la participación ya acordada del Papa Benedicto XVI en la ceremonia inaugural del curso académico de la Universidad de La Sapienza, ante la copiosa protesta del claustro de profesores, que le declaró persona non grata por su presunta posición «medieval» en un discurso que muchos años antes, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, pronunció en ese lugar.​

Puestos en esa coyuntura, no deja de ser irónico que ahora, a nombre de la ciencia pero con idénticas motivaciones, estos inquisidores contemporáneos descalifiquen lo que no entienden, si bien el caso de Mayor merece una atención especial, pues esgrime un argumento que en el contexto cultural suizo, donde desde el siglo XVI la fe católica fue arrasada por el calvinismo, que en su versión puritana sí puede llegar a afirmaciones extra teológicas como la que él fulmina bajo la etiqueta «la visión religiosa», sin decirnos cual.

El otro atenuante a lo señalado por el astrofísico lo encontramos en la argumentación que usó en 1917 el autor del ensayo Por qué no soy cristiano el filósofo y matemático inglés Bertrand Russell, que en él expone sus motivos para repudiar el principio de causalidad, que es como decir, el argumento racional escolástico tomista para «demostrar» lo indemostrable: la «existencia» de Dios, pues como bien sabemos ahora, el edificio intelectual construido para llegar a semejante aserto adolece, al final de cuentas, de un punto de apoyo absoluto, aunque de entrada parezca «lógico» que Dios sea la «Causa de las causas», el «Incausado».

Más allá de los atascaderos de ayer y hoy, el desafío del Evangelio para el cristiano seguirá siendo darle a la vida humana una dignidad absoluta desde un paradigma sin concesiones: el reconocimiento de Dios en los demás a través del servicio sólo por Él, sin repudiar, por supuesto, el método científico, pero sin absolutizarlo al grado de hacerlo antiteológico o quedar a merced de una angustia insuperable, como la que atrapó a mentes tan lúcidas y transgresoras de las nociones de su tiempo, como las de Blas Pascal y Soren Kierkergaard, que, afianzándose en la fe revelada por Cristo, no pudieron encajar la esencia divina ni en las matemáticas ni en los argumentos de la razón.

Un bautizado que se precie de serlo conoce a Dios desde Cristo, muerto y resucitado, y lo ama en su prójimo. Lo demás son argucias.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 20 de octubre de 2019 No.1268

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