Por Hno. David Ugalde, msp
San Juan Bosco acuñó esta expresión como meta de su trabajo con jóvenes en situaciones marginales: que sean buenos cristianos y honestos ciudadanos.
Dicha frase será el título de una serie de reflexiones que desean motivarnos a emprender acciones cristianas concretas que construyan una sociedad mejor, pero desde nuestra experiencia de fe.
Para muchos, profesar una religión debe ser algo que ha de quedar en la intimidad de cada quien y no tiene por qué mezclarse en los diferentes ámbitos donde la persona se desenvuelve.
Ésta es una concepción muy acentuada en los países que tuvimos fuerte influencia de los ideales anticlericales, ateos y antropocéntricos de la Revolución Francesa (1789) que, en el caso de México, fueron fundamento ideológico de la reforma de Juárez en la segunda mitad del s. XIX. Cuya tendencia ha sido erradicar de la sociedad toda huella de cristianismo en aras de un mal entendido estado laico y plural.
Sin embargo, los cristianos sabemos que nuestra religión enriquece de manera muy provechosa la vida social; que nuestro ser cristiano nos impulsa a vivir evangélicamente, ser cristiano es todo un estilo de vida que abarca todo lo que somos y todo lugar en donde estamos.
Para poder entender y tomar un papel en el «problema social que debe afrontar todo hombre es necesario tener ideas claras acerca de su naturaleza, de su dignidad, libertad, inteligencia y finalidad». (P. Luigi Butera, msp).
La dignidad del ser humano es única
Para los creyentes, la Biblia nos proporciona un dato importantísimo sobre la dignidad humana: que hombres y mujeres fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26; Sir 17, 3-10; Sal 8). Dicha dignidad puede comprobarse en la superioridad que el hombre tiene por encima de los demás seres y creaciones del universo. Los seres humanos pensamos y reflexionamos, amamos, somos libres: podemos decidir; somos seres que trascienden.
Cuando somos conscientes de esto, podemos vivir en una actitud de respeto hacia nosotros mismos y hacia quienes nos rodean, pues aunque el otro no piense como yo o sea diferente a mí, es semejante a Dios; es como un reflejo de mí que merece mi atención y mi compromiso por hacer de su estancia en esta tierra una experiencia bella.
Así nos damos cuenta de que el hombre es un ser esencialmente social.
No es bueno que el hombre esté solo
Dios, en el libro de Génesis (1. 18), dice: «No es bueno que el hombre esté solo…», para subrayar la natural necesidad del hombre de los demás seres humanos.
Historias como El libro de la selva o Tarzán se inspiraron en los casos reales de niños que fueron criados por animales y que, sólo tras su encuentro con seres humanos pudieron reconocerse como tales y desarrollarse de manera integral.
El humano crece como persona en tanto que se desarrolla con personas. Ese es el animal político del que hablaba Aristóteles. El hombre siempre necesitará de las demás personas para perfeccionarse.
Por ello, el cristiano no puede ver en los demás sino el reflejo de Dios, y pese a que el otro no crea en Dios, no comparta las propias creencias o ideales, merece respeto a su dignidad.
El estilo cristiano versa, pues, en esta actitud de respeto y compromiso con el prójimo. Por eso los bautizados no podemos excluirnos de la participación social y del ejercicio de nuestras responsabilidades cívicas.
«…el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente». (Gozos y Esperanzas. Vaticano II, 16).
Desde hace poco más de 200 años, ciertas ideologías y sistemas socioeconómicos que han regido, sobre todo a la sociedad occidental, han infravalorado y puesto a merced de sus intereses el bienestar de la dignidad humana. En los números siguientes tendremos oportunidad de exponer estos sistemas y las luces que el Evangelio nos da para defender ante todo esta dignidad.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 10 de noviembre de 2019 No.1270