Por P. Fernando Pascual

En la vida hay momentos donde uno es el protagonista que decide, que actúa, que pone en marcha procesos que luego le configuran (y configuran a otros).

También hay momentos de «pasividad», donde uno recibe, acoge, tal vez sufre, las consecuencias directas o indirectas de lo que otros hacen.

Decido ir a ver a un amigo. Salgo de casa. Ocupo un lugar en el metro. Escucho las voces de la gente. Alguien me mira con curiosidad. Sin darme cuenta, soy actor que decide y soy objeto de las acciones de otros.

Toda la historia humana se construye desde la síntesis entre lo activo y lo pasivo. Una síntesis inevitable, pues cualquier decisión de unos influye de muchas maneras sobre otros.

En esa síntesis, hay momentos positivos que construyen, que enriquecen, que provocan alegrías verdaderas.

Otros momentos parecen negativos, porque destruyen, empobrecen, generan tristezas y preocupaciones.

Nadie puede escapar a esa ley de la acción y de la pasión. Incluso las decisiones más activas (hoy voy a correr por un bosque durante una hora) generan resultados pasivos (estoy cansado y más vulnerable a ciertas enfermedades).

Mientras estamos en camino, lo importante es no dejarse arrastrar por los acontecimientos. No podemos sucumbir ante lo que otros decidan, ni ser simplemente como barro pasivo ante los influjos externos.

Porque incluso los momentos que podemos declarar más pasivos pueden producir en mí reacciones y comportamientos que me permitan aprovechar lo recibido para crecer en el amor y en la entrega a Dios y a los seres queridos…

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