Por Jaime Septién
La pequeña Fátima, secuestrada, torturada, asesinada con apenas siete años de edad, es una horrible representación de la caída profunda del corazón de México. La violencia contra las mujeres no tiene nombre. Más bien, tiene muchos: impunidad, locura, machismo, mal gobierno, colusión para el mal. Ausencia total de respeto a la dignidad de la portadora de la vida. Ausencia total, ahora sí bien dicho, de madre.
Cuando tenía dos años, las «autoridades» de CDMX sabían que Fátima era víctima de maltrato. A los siete lo seguía siendo. Nadie hizo nada por cuidarla, por apoyarla. Vivía con otras cinco personas en un espacio de láminas de diez metros cuadrados. Era alegre. El 11 de febrero, la señora que vendía «papitas» se la llevó de la mano al salir de la primaria. La entregó a las fieras. Días después apareció su cuerpecito hecho pedazos.
¿Qué es esta barbarie? Niñas tiradas en bolsas de basura, mujeres echadas a la vera de caminos polvorientos. México se ha convertido en un gran cementerio bajo la luna. Y nuestra mejor parte, las mujeres, en víctimas de una sed de sangre atroz, de una venganza de los imbéciles gobernados por instintos imbéciles.
¿Dónde está el gobierno; dónde nosotros? Unos dando conferencias de prensa; otros mirándonos la punta de los zapatos, buscando culpables. Señalando al pasado. Con Fátima nadie dice «yo». Los «valores» no son nada si alguien no dice «yo». ¿El valor de la vida? Por favor, aquí ya no vale nada. O sí: vale una declaración oficial. A Fátima la mató nuestra indiferencia.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 23 de febrero de 2020 No.1284