Cuando llega una calamidad, enseguida empiezan a faltar bienes fundamentales
P. Fernando Pascual
Cuando en el horizonte se vislumbra la llegada de una guerra, una crisis social, una epidemia, nace fuerte el deseo de acumular reservas, de tener los almacenes y los armarios preparados para lo peor.
Es algo instintivo: muchos animales, incluso pequeños como las abejas o las hormigas, guardan alimento para el invierno, organizan reservas para cuando sea difícil abastecerse.
Los seres humanos también necesitamos reservas para los momentos difíciles. Pero no podemos limitarnos solo a lo material (ropa, comida, baterías eléctricas, medicinas). Hay que prepararse en el espíritu.
¿Cuáles son las reservas espirituales? Uno puede pensar, primero, en alimentos para el alma: buenos libros, conferencias o videos grabados, todo aquello que nos abra al horizonte de Dios.
Pero hay reservas más profundas, que no se cuantifican, que no están en un archivo (“file”) electrónico, que no ocupan los estantes de una librería.
Son las reservas de las buenas obras, de los ratos de oración buscados y gustados para estar con Dios, de las jaculatorias, de los encuentros con los hermanos en la misma fe.
El mundo percibe, en ciertos momentos, lo frágil que es todo. Cuando llega una calamidad, enseguida empiezan a faltar bienes fundamentales. La angustia nos oprime.
Para que no pase eso en nuestro corazón, hemos de estar preparados, con abundante aceite para mantener encendidas nuestras lámparas para cuando llegue el Esposo (cf. Mt 25,1-13).
La vida nos sorprende continuamente. Quienes tienen buenas reservas para los momentos difíciles, podrán estar listos no sólo para afrontarlas de la mejor manera posible, sino también para dar una mano a quienes, cerca o lejos, necesitan esperanza, cercanía, amor sincero.
Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 10 de mayo de 2020. No. 1296