Por P. Fernando Pascual
Exponemos un problema. Buscamos expresarnos con claridad. Llega la respuesta, que deja por completo de lado lo que acabamos de decir…
En familia, uno dice que entra mucho polen por la ventana. Otro responde que siempre hay que dejar abiertas las ventanas para ventilar la casa: ni una palabra sobre el polen.
En el trabajo, uno pide al jefe un modo más inteligente de reorganizar la oficina. La “respuesta” explica que no hay dinero: ignora por completo lo expuesto, donde no se hablaba para nada de gastos…
Ante este tipo de situaciones, surge como una extraña frustración. Quisiéramos que el otro centrase su atención en lo que exponemos, en vez de ignorar nuestras reflexiones con silencio o con respuestas evasivas.
Pero las incomprensiones, los malentendidos, o simplemente las actitudes de no escucha, forman parte de la experiencia humana.
Sufrimos, entonces, al ver que el otro no conecta con lo que hemos expresado. Otras veces seremos nosotros mismos quienes provoquemos penas en quienes esperaban mayor apertura y escucha por nuestra parte.
Para evitar el daño de las incomprensiones, podemos preguntarnos hasta qué punto estamos en actitud abierta ante lo que expresan los demás, sobre todo cuando manifiestan su interior al exponernos un problema personal.
Porque en muchos mensajes que llegan, más allá de lo “literal”, se esconde una petición de ayuda, o se expresa un malestar sobre el modo en el que la convivencia ha ido adelante hasta ahora.
Cuando escuchamos, de verdad, al otro, podemos atenderle de la mejor manera posible. Así haremos que este mundo sea un poco más solidario, más bueno, más imbuido del cariño que nos abre a las necesidades de los demás.