Por Ma. Elizabeth de los Ríos Uriarte*
En el contexto de una pandemia que insiste en cerrar fronteras y de un virus que no las conoce, surge una nueva llamada impulsada por el Espíritu en voz del Papa Francisco: la llamada a la fraternidad y a la amistad social.
Mientras que los países marcan las nacionalidades y acentúan las diferencias por así convenir a sus intereses políticos, somos hoy invitados a vivirnos como hermanos, una provocación que pone en duda nuestras seguridades como lo hizo con los discípulos que, ante el desconcierto de sus certezas eran invitados a remar mar adentro.
La Encíclica Fratelli Tutti, firmada por el Papa Francisco el 3 de octubre en Asís respira aires nuevos y más frescos y contempla la posibilidad de nuevos encuentros a partir del amor y de la solidaridad.
En siete capítulos, Francisco nos brinda claves para recuperar aquello que es más humano y que se asienta sobre la inalterable dignidad humana: nuestra sociabilidad y deseo de buscar lo común.
Así, nos advierte primero de los peligros o sombras de un mundo cerrado en el que tanto nos hemos empeñado en las últimas décadas y que ha confirmado el diagnóstico de un ser humano enfermo de soledad que vive en y para las pantallas donde le resulta más fácil expresar un odio acumulado contra sí y contra otros, donde se convierte en enemigo de quienes no piensan como él y arremete con discursos insultantes a quienes concibe diferentes. Tanto a nivel individual como colectivo, el encerramiento provoca distorsión de la realidad y ésta produce miedo y conflicto de tal manera que afloren las exacerbaciones y polarizaciones por encima de las coincidencias y esperanzas.
Después de reconocer este escenario sombrío que vivimos actualmente, el Papa nos invita a reflexionar y aceptar que nadie se salva solo, que necesitamos de los otros y, por ello, nos invita a recuperar la fraternidad como eje del camino compartido. Pero, en un mundo donde lo aprendido es la defensa de lo propio y de lo privado, ¿es posible transitar hacia la apertura a lo distinto? La respuesta es un “sí”, resonante y sin titubeos porque Dios sigue derramando en la humanidad semillas de bien (FT, 54).
Partamos de la primera clave que nos brinda esta Encíclica desde la interpretación –e interpelación- de la parábola del Buen Samaritano en donde el prójimo es representado por una persona herida en el camino. Al igual que él, hoy habemos muchos que estamos heridos y habemos muchos que intentamos cargar las heridas de los otros pero, más allá de eso, el acento recae en el entendimiento de que, sin importar las barreras geográficas e ideológicas, lo único que puede sanarnos es reconocernos hermanos los unos a los otros y al hacerlo, no pasar indiferentes frente al sufrimiento del que se ha quedado atrás en el camino, del que se ha caído o del que ha sufrido un asalto, si no volver la mirada sobre el hermano que sangra y levantarlo y cuidarlo “hasta que sanen sus heridas”.
¿Quiénes son hoy nuestros heridos? El socialmente excluido, el emocionalmente destruido, el legalmente pisoteado y el jurídicamente invisibilizado pero, quizá en esa pregunta descubro también que el primer soy yo y en ese reconocimiento necesito dejarme ayudar y sanar por los otros. Sólo reconociendo las propias heridas, somos capaces de detenernos frente al hermano caído, aunque esto frene y altere la lógica de la eficacia, de la inmediatez y de la productividad. Sólo nos queda cuidarnos unos a otros reconstruyendo vínculos sociales y fomentando una cultura del encuentro.
Implica, así mismo, una proximidad con todos aún cuando no sean de nuestro propio círculo, es desdibujar las fronteras para acrecentar la única pertenencia a la gran familia humana.
En el tercer capítulo, el Papa nos dibuja un mundo abierto y nos invita a gestarlo. Un mundo donde el encuentro con el otro sea tan esencial como el aire que respiramos. Estamos hechos para el amor, uno que va más allá de nuestro entendimiento, más allá de nuestra lógica, más allá de nuestros miedos. Un amor sin fronteras.
Pero el amor del que habla el Papa aquí es un amor dinámico y siempre abierto, que permita encuentros y que asuma el riesgo del desencuentro, que salga en búsqueda, incluso, de aquellos condenados a no ser amados. También es un amor que tiene una predilección muy bella hacia los más necesitados, hacia los que no tienen voz, hacia los invisibilizados, hacia los excluidos y los “indeseables”. A este amor que sale de sí mismo y expande su horizonte le llamamos amistad social que parte de la riqueza de la diferencia y la suma al concierto extraordinario de diversidades capaces de generar armonía y de construir la paz.
De aquí se origina la tan necesaria fraternidad que recuerda y promueve la dignidad de todas las personas sea cual sea su condición y nacionalidad con la mirada puesta en un destino común y construyendo comunidad. Esto nos lleva a tener que repensar la noción de propiedad privada toda vez que descansa sobre el destino universal de los bienes que lleva a colocar todo a disposición de todos sin que a nadie le falte y sin que a nadie le sobre.
En el cuarto capítulo, el Papa exhorta a tener un corazón abierto al mundo entero y esto significa, un corazón abierto, especialmente, a aquellos que tienen que salir de sus países para anhelar mejores condiciones de vida, a los migrantes y refugiados que viven el drama de tener que dejar su país y enfrentarse a los peligros de la emigración pero, además, al drama de la indiferencia y de la violencia con la que son recibidos en otros países. Lo que está fallando es, pues, que no hemos sido capaces de albergar en nuestros corazones una actitud de acogida, promoción, protección e integración. Es necesario transitar del miedo a la gratuidad y acoger sólo porque sí, yendo contra toda lógica y sabiendo que puede ser infructuoso.
Para lo anterior, es necesario involucrar a los actores políticos, por eso, en el quinto capítulo, la Encíclica nos descubre la verdad de una política sana que es incluir a los olvidados y velar por el bien común. No estamos ajenos a hacer política y hacerla es una forma de poner en práctica los talentos que Dios nos dio a cada uno y es la vocación del ser humano tender hacia el bien y buscar el bien común tomando las decisiones que encaminen la vida de los ciudadanos hacia un mayor encuentro y reconocimiento de la dignidad de cada uno.
La sana política que propone Francisco consiste en promover el bien de todos y facilitar el desarrollo de todas las esferas de la vida social y comunitaria. Generando fuentes de empleo, propiciando oportunidades de crecimiento, velando por el acceso igualitario y equitativo a todos los servicios, sólo así, la política cumple su verdadera misión: acompañada de la caridad.
Una herramienta fundamental para poner en práctica la amistad social y construir lazos de fraternidad, dice el Papa en el sexto capítulo, es y debe ser siempre el diálogo.
El diálogo es necesario y deseable en una sociedad y en un mundo abiertos, sin embargo, a menudo no ocurre por las intenciones mezquinas de querer invadir los espacios del otro y dominarlo. El diálogo permite la construcción del poliedro de la verdad donde cada lado ocupa su lugar perfecto para permitir que, entre todos, brille la forma perfecta. Es pues, propio del ser humano, buscar la verdad pero sin olvidarse que ésta se resiste a ser doblegada ni sometida, permanece libre y siempre abierta para que todos vayamos en su búsqueda. El diálogo sólo es posible en el marco del encuentro, ahí donde las subjetividades se funden y son capaces de enriquecerse reconociendo contenidos mínimos esenciales en todos.
Por último, en el séptimo capítulo, la paz aparece en el horizonte como anhelo y esperanza, acompañada de la verdad y de la justicia y asimilando que el perdón la reconciliación son deseables más no obligados, Francisco lanza la invitación a ser constructores de paz que alberguen la posibilidad de reconocer lo perdido en la lucha, de dar nombre a las víctimas, de restituir el daño generado con pequeñas acciones artesanales que van devolviendo vida ahí donde sólo reinaba la muerte.
Así, en los albores de una nueva humanidad sostenida desde la fraternidad como meta, la amistad social como camino y el amor universal como lenguaje, Fratelli Tutti nos desacomoda con la misma energía con la que lo hizo el COVID sólo que apunta a una esperanza que, al final de todo, es lo que nos une y permite reconocernos como hermanas y hermanos todos.
* Doctora en Filosofía por la Universidad Iberoamericana. Maestra en Bioética por la Universidad Anáhuac México Norte. Licenciada en Filosofía por la Universidad Iberoamericana.Técnico en Atención Médica Prehospitalaria por SUUMA A.C. Scholar research de la Cátedra UNESCO en Bioética y Derechos Humanos. Miembro de la Academia Nacional Mexicana de Bioética. Miembro y Secretaria general de la Academia Mexicana para el Diálogo Ciencia-Fe.
Ha impartido clases en niveles licenciatura y posgrado en diversas Universidades. Cuenta con publicaciones en revistas académicas y de divulgación tanto nacionales como internacionales y es columnista invitado del periódico REFORMA.
Actualmente es profesora y titular de la Cátedra de Bioética Clínica de la Facultad de Bioética de la Universidad Anáhuac.