Por P. Fernando Pascual
Puedo salir de casa, o puedo quedarme para ordenar papeles. Puedo ayudar en la limpieza de la cocina, o puedo leer un libro de historia. Puedo responder a un mensaje difícil, o puedo escuchar una música relajante.
¿Qué es lo que me lleva a actuar? ¿De dónde surgen mis decisiones concretas? ¿Por qué hoy rendí más en el trabajo, o porqué perdí mi tiempo con un diálogo intranscendente?
Es bueno preguntarme qué es lo que me lleva a actuar. Diversos pensadores del pasado y del presente señalan que el motor más profundo y decisivo que me pone a trabajar se encuentra en una sencilla palabra: amor.
Por amor venzo mi pereza y busco ayudar a los familiares en casa. Por amor me esfuerzo por conservar la salud y seguir la dieta que me ha dado el médico. Por amor salgo de casa y paso la tarde en el hospital con un amigo enfermo.
También hay amores desviados, que nos apartan del bien verdadero para seguir bienes engañosos y dañinos. Así, el amor al dinero causa robos, fraudes o engaños. El amor al placer provoca desenfreno en la comida o en el uso de los juegos electrónicos.
Cuando reconocemos los motivos de nuestras acciones, podemos prestar atención a aquellos que me apartan de la justicia, de la belleza, del bien verdadero, para eliminarlos de nuestras vidas.
Al mismo tiempo, podemos ver en qué manera aumentar el amor auténtico para que mis acciones promuevan la armonía en casa, la justicia en la sociedad, el progreso auténtico en nuestro mundo.
A lo largo de este día, mis acciones desvelarán un poco qué amo, qué me lleva a dejar a un lado ciertas opciones y a orientarme hacia otras.
Por eso, necesito pedir ayuda a Dios para que purifique mi amor, para que me aparte de egoísmos malignos, para que ilumine mi mente y fortalezca mi voluntad de forma que pueda emprender aquellas acciones que abren horizontes de bien en un mundo tan necesitado de esperanza.
Imagen de Rudy and Peter Skitterians en Pixabay