Por P. Fernando Pascual
El sacerdote vive, en la Iglesia, una misión propia, que nace del corazón de la misión de Cristo: santificar, enseñar, acompañar a sus hermanos en la fe.
Todo ello puede llevarlo a cabo en tareas y lugares diferentes. Hay sacerdotes que sirven en parroquias, otros en hospitales, otros en colegios y universidades, otros en cárceles, otros en monasterios o congregaciones religiosas.
Otros sacerdotes han llegado a la vejez, o sufren por enfermedades que les limitan, pero no por ello dejan de ser sacerdotes: pueden orar, pueden celebrar la Eucaristía, pueden dar consejos.
En un escrito anónimo, quizá del siglo XVII, se enumeraba una amplia lista de tareas desarrolladas por los sacerdotes, que iban desde el coro, el huerto, la asistencia a los huéspedes, hasta los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia.
Pero el autor anónimo añadía una reflexión importante: “No olvides, sin embargo, que el sacerdote conserva su misión propia más en aquello que es y no en aquello que hace; más en lo que Dios ha hecho en él, que no en aquello que él hace por Dios” (Maestro di San Bartolo, Abbi a cuore il Signore, Edizioni San Paolo, Milano 2020, p. 242).
El sacerdote, por lo tanto, se explica desde Dios y para Dios. Lo importante no es lo que pueda hacer, con mayor o menor competencia, sino lo que Dios hace en su corazón y a través de su entrega de cada día, sea cual sea la tarea que realice.
De modo especial, el sacerdote se explica y se comprende en tanto en cuanto “ocupa el lugar de Cristo”, con el que se identifica al imitar el sacrificio del Maestro a favor de la santificación de los hombres (cf. Concilio Vaticano II, Presbyterorum ordinis, n. 13).
Es una tarea enorme, que solo puede ser asumida desde la confianza en Dios, y con una actitud semejante a la Cristo: con la disponibilidad completa en las manos del Padre, y con un amor pastoral hacia las ovejas.
Ser sacerdote es, en definitiva, según el título de un hermoso libro de san Juan Pablo II, “Don y misterio”. Don recibido, don compartido. Misterio que surge desde el corazón de Dios, que llama a algunos para que sean administradores de los misterios de la salvación (cf. 1Co 4,1; Rm 1,16).