Por P. Fernando Pascual
La imagen del vuelo acompaña la historia humana. Volar puede ser símbolo de ligereza, de entusiasmo, de libertad, de sueños, de amor.
La existencia cotidiana ata muchos corazones a lo inmediato, lo concreto, lo útil, lo que parece gratificar ambiciones o deseos no siempre buenos.
En el corazón, sin embargo, se esconde un sueño de vuelos diferentes, porque no nacimos para atarnos a lo inmediato: Dios puso en cada uno el fuego de un amor eterno.
Por eso, necesitamos abrir las alas del alma y emprender nuevos vuelos. Entonces romperemos con la monotonía y el aburrimiento, y lanzaremos mente y corazón hacia metas maravillosas.
El vuelo mejor, auténtico, bello, es el que nace desde el amor y nos lleva a amar más. La vida es muy corta para despilfarrarla en caprichos que desgastan. Estamos hechos para altos vuelos.
A veces basta muy poco para estar listos para volar: pedir perdón y perdonar, encerrarnos en la propia habitación y hablar con el Padre que escucha en lo escondido (cf. Mt 6,6).
Luego, hay que acoger tantos pensamientos buenos que Dios inspira en cada uno, y emprender así vuelos hacia horizontes inexplorados.
La renuncia se convertirá en un aliado imprescindible: para volar hay que prescindir de todo lo que lastra nuestras almas al egoísmo.
Entonces, estaremos listos para ese vuelo maravilloso del servicio, de la entrega, de la sonrisa, de compartir la vida con tantos que nos aman y que necesitan ser amados.
Quedaremos sorprendidos al descubrir que era tan fácil emprender ese vuelo. Bastaba un primer acto de amor gratuito, una primera oración sincera, humilde, llena de esperanza.
Habrá dificultades: basta con leer lo que explican tantos místicos. Pero con la ayuda de Dios y de tantos hermanos buenos podremos seguir en esa ascensión continua que lleva al alma a vivir desde el amor y para el amor, hasta llegar al abrazo definitivo del Padre de los cielos…
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