Por P. Fernando Pascual
Pocas veces la gente está tan atenta en las iglesias. Pero aquel joven sacerdote había hablado con una fuerza desacostumbrada, y casi todos siguieron la homilía con interés.
El padre abad apreció la energía de aquellas palabras, pero también notó algunos peligros, y quiso enviar una nota al joven sacerdote.
“Quiero, ante todo, animarle en su camino como sacerdote y felicitarle por las palabras que dijo el otro día y que causaron impresión entre las personas.
Por desgracia, muchos bautizados están cansados por homilías insípidas, llenas de tópicos, sin fuego, sin convicción. Ello explica por qué su homilía, diferente de tantas otras, fuese tan bien acogida.
Al mismo tiempo, noté en los contenidos y en el tono de voz un punto sobre el que quisiera ofrecerle estas reflexiones.
Desde luego, no poseo la verdad absoluta en este tema, y tal vez me equivoque. Pero confío en Dios que algo de lo que ahora le diga sea de provecho.
Cuando hablamos en una homilía, o catequesis, o conferencia, conviene arrancar siempre desde la pregunta: ¿qué desearía Dios comunicar a estas personas?
Las siguientes preguntas nacen de la anterior: ¿cómo se encuentran las personas que van a escucharme? ¿Cuál sería la mejor manera de ofrecerles un mensaje que viene de Dios y que ilumina los corazones?
Por estas preguntas sentí algo de preocupación al escucharle, pues me daba la impresión de que el centro de su homilía eran sus convicciones personales, pero sin que se viera una conexión directa con las verdades del Evangelio.
Además, se notaba en sus palabras un interés especial por ciertos temas, al mismo tiempo otros quedaban oscurecidos o silenciados.
Por ejemplo, me impresionó que hablase de la importancia de no condenar a nadie. Pero en los ejemplos que escogió, incluyó solo a algunos tipos de personas que son fácilmente rechazadas por otros, pero dejó de lado a otras personas que también sufren al ser rechazadas, y sobre las que usted no parecía tener interés.
Es cierto que nunca podremos equilibrar nuestras palabras ni contentar a todos. Por eso es tan importante rezar antes de dirigirnos a la gente, para que lo que salga de nuestros labios sea adecuado a las personas y les introduzca, con respeto, al encuentro con Cristo.
Respecto al tono de voz que usted usó varias veces, podría ser percibido por algunos como una especie de reproche, de condena, de falta de equilibrio.
Quienes participan en la misa buscan un encuentro fecundo, junto con los hermanos, del misterio de Cristo, que es manso, humilde, misericordioso. El tono de nuestras palabras puede ayudar a acoger un Evangelio no fácil, pero que ilumina nuestras vidas si sabemos presentarlo en toda su belleza.
Habría otros aspectos que me gustaría compartir con usted. Como le dije al inicio, quizá mis apreciaciones no sean de todo correctas, y estoy seguro de que, en un diálogo personal, podremos reflexionar más a fondo sobre esto, si lo ve conveniente.
Le deseo de corazón una semana llena de bendiciones. Unidos en la oración, suyo hermano y servidor en el Señor…”
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 2 de enero de 2022 No. 1382