Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
En el mare magnum de las opiniones y de las propuestas ideológicas o de mercado, se crean inquietudes que llenan de zozobra el alma. Por eso se busca un mensaje creíble, libre de prejuicios que nos ofrezca cierta certeza ‘vital’; la vida no puede estar al vaivén de cualquier doctrina ni estar a la deriva de cualquier sugerencia.
Ciertamente, es frecuente la radicalización de las posturas extremas: la credulidad cerril, que excluye todo análisis y crítica serias, y el escepticismo obtuso, que de por sí rechaza todo y se encierra en su castillo personal impenetrable. Dichas posturas son impropias de un ser humano.
También, está la postura del fresco de siete suelas que miente sin el mayor rubor; cuánto mayores sean sus mentiras, muchas más gentes las habrán de creer, según la consigna hitleriana o del genio del mal Goebbels.
Desde los albores de una humanidad pensante, existió hasta nuestros días la preocupación por saber ‘qué es la realidad y cómo se conoce.’
Platón para superar el escepticismo y el relativismo de los sofistas, trata extensamente de la verdad; propone darle categoría de objetividad, universalidad, intemporalidad, hasta el grado de subsistencia en sí por medio de la idea suprema del bien.
Para Aristóteles el lugar de las ideas es la mente; la verdad solo se da en el juicio según que el pensamiento afirme o niegue algo respecto de la realidad.
Para Santo Tomás, la vedad es ‘la adecuación entre el entendimiento y la cosa’; las cosas son verdaderas por ser y por ello son susceptibles de ser conocidas.
En los autores modernos, como Descartes, Kant y Hegel, lo conocido son las ideas, no la realidad; por eso privilegian la actitud subjetiva; importa el dominio subjetivo. Por eso la percepción que se tiene de una cosa, debe ser para él la regla de la verdad.
De aquí se pasa a posturas irracionalistas de corte voluntarista, en la línea de Nietzsche; ‘el valor del mundo está en nuestra interpretación’; no interesa la verdad. Lo que importa es la voluntad de poder.
Y así podríamos seguir este camino tortuoso de muchos filósofos en la búsqueda de la verdad; quizá nos baste un cierto realismo en el conocer con cierta dosis fenomenológica en la línea de Edith Stein y de Karol Wojtyla.
Si queremos un camino mejor, sigamos la consigna juvenil y poética de san Juan Pablo II: ‘el amor me lo explicó todo’.
Así, si recorremos el macrocosmos o el microcosmos, descubrimos la huella del Creador. ¿Por qué hay tan variadas especies de plantas, animales y minerales, que nos ofrecen una melodía visual que nos invita a proclamar la grandeza de Dios? ¿Cuál es razón última, para nuestro pobre entender? Solo el Amor, es la causa de tanta belleza. El amor se abre a la belleza, se reflexiona y se descubre su verdad y cuando se vive se experimenta su bondad. Nuestra existencia cobra sentido, lejos de toda dispersión y de juicios negativos. De este modo se puede llegar a una interioridad gozosa, pacífica y contemplativa. Este es, diríamos, un paso a la libertad de la contemplación orante, que nos libra de tantas telarañas del conocer y de las percepciones sometidas al imperio irreflexivo de la imagen.
Otro paso importante es unir la Cruz, el Amor, la Verdad y la Profecía, desde Jesús de Nazaret. Es el Profeta, que va más allá de las superficialidades comodinas de interpretaciones de la Torá o de los Profetas (Lc 4,21-30); es la Palabra encarnada, que anuncia y denuncia, al modo de los profetas, todo aquello superficial y que ha perdido la razón de la elección de Israel y, en cierta manera, nuestra condición de Iglesia; por eso es perseguido o neutralizado por nuestras posturas, ajenas a su mensaje, Cruz, Amor, Verdad, Profecía. La verdad anunciada y sufrida por Jesús, es el Amor. La Cruz será su profecía, será su verdad, será la plena explicitación del amor. Por eso ‘la Revelación es el amor’. No hay vuelta de hoja.
San Pablo, que sabe de cruces y desengaños de la vida, nos deja una de las páginas más bellas de toda la Sagrada Escritura: El himno a la caridad (1Cor 12,31-13,13). Ese que percibimos en los santos, porque han encarnado la Verdad de Jesús, la han vivido en el Amor a toda prueba, la explicitan en su Cruz y se han convertido para nosotros en Profecía viva, que anuncia y denuncia.
El camino que nos propone san Pablo, para quien su ‘vivir es Cristo’ y quien no predicará sino ‘a Cristo crucificado, sabiduría de Dios y fuerza de Dios para todo aquél que crea’, que le dé a Jesús el núcleo interior de su persona, el corazón, nos señala que no son necesarias cualidades extraordinarias: ni hablar lenguas de hombres o de ángeles, ni conocer los misterios, ni siquiera una fe prodigiosa o un comportamiento ascético heroico, como dar el cuerpo a las llamas. Consiste en amar como Jesús, -el ágape, que exige la donación de sí al Padre Dios y en él a los hermanos, sin exclusiones; de aquí que vive el gozo de la verdad y la alegría del bien ajeno; no lleva las listas interminables de los agravios; más bien cree sin limites y espera sin límites; no es maleducado ni egoísta. Todos los dones desaparecerán, menos el Amor, porque la esencia de Dios es el Amor.
Es, pues, el Amor, el sentido último de la Creación y de la Historia de la salvación. Es la luz que embellece nuestra existencia.
Hemos de llegar a ese ‘éxtasis’ de sabernos y de sentirnos amados, ‘porque hemos conocido el amor que Dios tiene y hemos creído en él’ (Cf 1Jn 4, 16). El Amor es la Revelación de la Verdad, porque es Dios mismo.
Todo se concretiza en la celebración eucarística y en la misma Eucaristía: ‘tomen y coman, esto es mi cuerpo; tomen y beban, esta es mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna’. ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús.’ Esta es la revelación permanente de la verdad en el amor, del amor en la verdad.