Por P. Fernando Pascual
El mal avanza de muchas maneras y en diferentes niveles: en el corazón de los individuos, en las familias, en las ciudades, en los países, en el mundo entero.
Ese mal lleva a odios, envidias, lujurias, avaricias, agresiones, falta de misericordia.
Sorprende constatar cómo sigue siendo válida la enumeración de san Pablo en su Carta a los Romanos
(1,24-34).
Los resultados son aterradores, pues los seres humanos hemos llegado a vivir “llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados” (Rm 1,29-31).
Ante el avance del mal, Dios respondió a través de hombres y mujeres justos, de profetas, de personas sencillas pero llenas del santo temor de Su Nombre.
En la plenitud de los tiempos, el Hijo vino al mundo y trajo un mensaje de paz para todos, para los que están cerca y los que están lejos (cf. Ef 2,17).
Ese mensaje llega a nuestro tiempo y nos invita a reaccionar ante el mal con la respuesta que nos enseña el Evangelio: el amor.
Porque el mal no se vence con el mal, sino con el bien (cf. Rm 12,21). Homicidios, abortos, infidelidades, usuras, injusticias: todo puede ser curado cuando los hijos de la luz viven coherentemente su fe y trabajan con una esperanza que es sostenida por el amor.
El avance del mal puede sobrecogernos, incluso herirnos en primera persona. Pero quien ama a Cristo y cree en su palabra ha derrotado al maligno. Entonces su luz brilla para muchos como señal de esperanza: Cristo ya ha vencido al mundo (cf. Jn 16,33).
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 6 de febrero de 2022 No. 1387