Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Hay acontecimientos que ponen en crisis nuestra visión del mundo y la certeza de los criterios de una filosofía que valore la altísima dignidad de todo ser humano.
La guerra de Ucrania remueve nuestra visión de la persona humana y nuestra visión de la paz, soportada con alfileritos; no bastan los pactos y acuerdos con los más vulnerables, porque son violados por los poderosos y acremente cínicos.
Viene a colación la fábula de la ranita y el escorpión atribuida generalmente a Esopo, pero de suyo su autor es desconocido. El escorpión le pide a la ranita que lo traslade al otro lado del río; la ranita replica, que eso no es posible porque la puede mortalmente herir. A lo que el escorpión astuto le responde que en tal caso ambos morirían. Accede la ranita y casi al llegar a la otra orilla el escorpión pica a la ranita. Ella quejumbrosa le dice que habían pacto algo y el escorpión no lo había cumplido; el escorpión simplemente le respondió que su acción era irresistible de acuerdo a su propia naturaleza.
Es deplorable que una guerra de invasión mate a inocentes y destruya a una nación. Es inaudito, pero sucede. El ser humano no es para los criminales, pues en cierto modo es todas las cosas,- para recordar a Aristóteles y a Santo Tomás. La dignidad de la persona se pisotea y se hacen correr ríos de sangre. Vale más una persona que los territorios y los bienes materiales. Este crimen nos deja mudos de dolor, de indignación y de impotencia.
La muerte de los humanos, nuestros hermanos, puede ser una seria advertencia para nuestra vida despreocupada y sin una orientación fundamental. La paciencia y la misericordia de Dios son infinitas; no nuestra finitud temporal. Solo tenemos un tiempo, el presente; el pasado ya fue y el futuro es incierto.
Este pasaje del Evangelio según san Lucas (13, 1-9), es una seria advertencia de cara a la conversión en este tiempo de Cuaresma: cambiar el rumbo de la vida. Las sociedades y personas que no se plantean el sentido último de la vida, pueden acabar en un completo fracaso; el no recorrer el camino de la conversión nos puede llevar a la muerte del alma, es decir, estar muriendo permanentemente en la eternidad, sin llegar al aniquilamiento total. El cambio de mentalidad y el cambio de rumbo, la verdadera conversión, no libera de los problemas ni de las desgracias; nos predispone para vencer, finalmente. Como señala el Papa emérito, Benedicto, ‘La conversión vence el mal en su raíz, que es el pecado, aunque no siempre puede evitar sus consecuencias’ (11 de marzo 2007).
No basta el bautismo ni la eucaristía, si nuestro modo de pensar y de actuar, contradicen esa nueva vida adquirida para amar como Jesús amaba. Ser cristiano sin el seguimiento de Jesús es una contradicción; no se puede ser cristiano de fachada. Una higuera frondosa, sin higos. No sirve una vida supuestamente cristiana, sin la conversión del corazón, sin más aspiraciones que sentirnos bien, con una vida anodina e intrascendente.
Estamos llamados a vivir con pasión la vida de Cristo, para transformar los corazones y construir un mundo mejor, que no confunda la felicidad con el bienestar, ni lo utilitario con lo auténticamente valioso, marginando la bondad y la belleza. La mentira se encarga de sofocar la verdad y de alimentar los poderíos y las injusticias.
Podemos criticar y deplorar los males; pero lo importante es asumir nuestra responsabilidad de cara a nuestro entorno y a nuestros hermanos.
La advertencia de Jesús nos invita a la conversión del corazón. No es suficiente gritar proclamas y hacer reivindicaciones; el vivir en un ambiente insolidario sin hacer nada. Es necesario escuchar a Jesús en lo profundo del corazón. Él es el que verdaderamente nos convierte hoy, con el anuncio perenne del Evangelio.
Los cristianos llamados al seguimiento estrecho del Señor, podemos ser infieles y apóstatas a la vocación al amor y a la fidelidad al Papa Francisco y a nuestro obispo; se pueden arrastra a muchos hermanos de la Iglesia a posturas sectarias, ser seguidores de la estrella caída llamada de ‘ajenjo’, que contaminó las aguas y muchos perecieron ( cf Ap 8, 10-11).
Dios se hace cercano. Tan cercano a Moisés en la zarda ardiendo y que no se consume, hasta la zarza ardiente de la Cruz en Jesús. Solo Él nos abraza con su fuerza salvadora y transformante.
Al final ‘no importa saber si Dios existe; importa saber si es amor (Kierkegaard); el Dios que se ha revelado, ‘Yahvéh’( cf Ex 3,1-8ª.13-15) , llega a su plena cercanía en su autorrevelación y autoentrega en Jesús, -Yahvéh salva, en la extrema donación de sí en el Amor crucificado. A este Dios nos convertimos paulatinamente, abrazados por la llama de su amor incandescente. Dios que desde la eternidad es constitutivamente Amor: el Padre permanente principio del Amor; el Hijo amado nos entrega el amor del Padre, para que sea nuestro Padre, – Abbá, y el Espíritu Santo, beso y abrazo entre el Padre y el Hijo, la persona Amor procedente de ambos.
Somos escogidos y amados en el Hijo por el Padre desde antes de crear el mundo (Ef 1, 3ss).
La advertencia va más allá de los posibles males de una vida estéril, a una llamada a la conversión plena al Amor, sentido en el Espíritu Santo, y vivido en comunión con la Iglesia y con los hermanos, los humanos.
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