3er Domingo de Cuaresma (Lc 13,1-9)

Por P. Tony Escobedo C.M.

En este domingo, Lucas narra un par de historias y una parábola que nos llaman al arrepentimiento.

La primera historia habla de unos galileos que habían perecido cuando las autoridades reprimieron una revuelta. Las noticias en verdad son terribles. Los galileos vinieron al templo a hacer sus sacrificios y los soldados de Pilato los masacraron en ese santo lugar. Profanaron el altar con sangre humana. Imaginen una masacre dentro de nuestra iglesia la mañana del domingo con la alfombra empapada de sangre y mezclada con el vino que se usa para la Comunión. ¡Definitivamente impactante!

Lucas no nos dice quiénes eran las personas que le contaron a Jesús esta historia tan terrible. Probablemente esperaban que Jesús le diera sentido a una situación tan trágica y que les ayudara a entender por qué estos galileos sufrieron algo tan terrible. Jesús, sin embargo, responde de una manera completamente inesperada, diciendo “¿piensan que estos Galileos, porque han padecido tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos?”.

Jesús niega que haya sido por esta causa y aprovecha el momento para alertar a sus oyentes a arrepentirse para que no perezcan de manera similar. La clave para entender esto es el llamado de Jesús al arrepentimiento. Lo que les pasó a los galileos es historia, y nada se puede hacer sobre eso. El destino de los oyentes de Jesús, sin embargo, puede modificarse. Jesús no les condena, por el contrario, les muestra el camino. Por eso los llama a arrepentirse para que puedan escapar del verdadero desastre que es perder el Reino de Dios.

La segunda historia habla de algunos que habían muerto al ser aplastados al caer el muro de la torre de Siloé. No sabemos más detalles sobre el accidente, pero podemos apreciar que el tema es el mismo que en el primer caso: ¿acaso Dios escogió a estos dieciocho por sus pecados? Jesús lo niega rotundamente.

¿Cuántas veces como consecuencia de enfermedades imprevistas o de accidentes o de desastres naturales, experimentamos dolorosamente la pérdida de personas cercanas a nosotros y culpamos a Dios? La interpretación cristiana nos lleva a considerar que no es Dios quien manda un castigo por los pecados. Como creyentes nos toca aceptar que somos frágiles, nuestra vida pende de un hilo. Por ello Jesús hace una llamada a la vigilancia (en términos deportivos podríamos hablar de una “tarjeta amarilla” que enseña el árbitro) para que la muerte, sea cuando sea, nos encuentre preparados. Ni los galileos que fueron asesinados por Pilato, ni los dieciocho sobre quienes cayó la torre tuvieron la oportunidad de arrepentirse. Su fin llegó rápidamente, sin advertencia. Así también puede ser para nosotros. El arrepentimiento nos ayuda en la vida y en la muerte: nos ayuda a vivir la vida como personas perdonadas, nos ayuda a enfrentar la muerte sin miedo.

A raíz de las dos tragedias contadas, Jesús añade la parábola de la higuera que no da fruto y que el dueño del campo quiere cortar. El labrador intercede por ella y consigue una prórroga. El ruego es para dejar el hacha en el armario lo suficiente y dar a la higuera una oportunidad más. La higuera por el momento está a salvo, pero sino da fruto el jardinero no tendrá elección el próximo año. El hacha será sacada del armario, y ya no será posible hacer ninguna otra negociación.

La parábola de la higuera nos enseña que la conversión no se limita a dejar nuestros pecados. Una verdadera conversión se manifiesta en nuestros frutos. Por ello, conviene preguntarnos: ¿podemos decir que damos a Dios suficientes frutos? ¿Si nos llamara ahora mismo a su presencia, tendríamos las manos llenas de buenos frutos?

Finalmente: ¿tenemos buen corazón como el de aquel viñador que intercede ante el amo para que no corte el árbol? ¿Nos interesamos por la salvación de los demás? ¿Somos como Jesús que no vino a condenar sino a salvar?

Foto:  Yandry Fernández Perdomo/Cathopic.com

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