Por P. Fernando Pascual
En ocasiones nos preguntamos: ¿qué lugar ocupo en el mundo? ¿Qué papel desempeña mi existencia para otros? ¿En qué ayudo como miembro de la gran historia humana?
Son preguntas que valen para uno mismo y para cada ser humano, porque incluso los que no aparentan poder, ni riqueza, ni fama, dejan su huella en el camino de algunos.
Será una huella que pocos recuerdan, pero que tuvo su importancia, para lo bueno o, por desgracia, para lo malo.
Será una huella que, recordada o no recordada, influye en los acontecimientos de una familia, de un condominio, de un barrio, de una ciudad, de un país, incluso del mundo entero.
Esa decisión nacida del egoísmo hiere a alguien, priva a otros de una ayuda que pudo haber suavizado sus dolores.
Esa decisión generosa, incluso valiente, alivia a un familiar, a un amigo, incluso a personas desconocidas que solo conoceremos en la vida eterna.
Si un vaso de agua dado a un “pequeño” tiene su recompensa (cf. Mt 10,42), ¿cómo valorará Dios esas decisiones que marcan con más fuerza la vida de otros seres humanos?
Por eso, cuando nos sintamos insignificantes, cuando pensemos (u otros piensen) que nuestra existencia no tiene valor, necesitamos recordar que cada uno tiene un lugar en el mundo.
En ese lugar transcurre nuestra vida, con relaciones que parecen sencillas, pero que tienen su papel en la vida de muchos, al mismo tiempo que recibimos el influjo de tantas personas cercanas o lejanas.
Este día quizá se desarrolle entre la monotonía de tareas ordinarias y repetitivas. Cada una de ellas deja también su huella en esa inmensa marcha de la historia.
Si hago lo sencillo desde el amor y para el amor, la página que ahora escriba quedará grabada en el corazón de Dios, y abrirá un horizonte de esperanza, de consuelo y de alegría para otros, sean muchos o sean pocos…
Imagen de Lorri Lang en Pixabay