Por P. Fernando Pascual
Ante cada guerra surge la pregunta sobre las causas. ¿Por qué unos hombres atacan a otros? ¿Por qué se ha generado un dinamismo de violencia donde mueren soldados y civiles, culpables e inocentes?
No resulta fácil identificar cuáles sean las causas concretas de cada guerra, ni identificar a los responsables, especialmente a los culpables.
Lo que sí resulta posible es recordar que la conversión es el mejor antídoto para evitar guerras y para llegar, lo más pronto posible, a una paz basada en la justicia.
Detrás de cada guerra está el pecado de toda la humanidad, y los pecados personales de quienes han dado los pasos concretos para que una ambición, un odio, un deseo de venganza, una pasión deshonrosa, lleven al momento terrible del uso de la violencia de unos contra otros.
Por eso, para curar los pecados que están detrás de cada guerra, hace falta abrirse a Dios, invocar su misericordia, y alcanzar así el don de una conversión auténtica, completa, que cambia los corazones de todos los que están involucrados en un conflicto concreto.
Esa conversión resulta especialmente urgente en los culpables: culpables en desencadenar la guerra, culpables en impedir un armisticio, culpables en delitos concretos que tanto daño hacen a soldados y a la población en general.
También la conversión resulta necesaria en las víctimas. Es cierto que tienen pleno derecho a la legítima defensa, incluso con el uso adecuado y puntual de armas con las que contener a los agresores, siempre que existan razonables perspectivas de victoria. Pero también es cierto que las víctimas están llamadas a ese gesto heroico del perdón, que tanto ayuda a armonizar entre sí paz y justicia.
Aunque parezca difícil, siempre existen, con la ayuda de Dios, caminos para que la paz surja cuando la justicia se une al perdón, lo cual abre espacios a la reconciliación y permite reunir a quienes han estado separados por los conflictos. En ese sentido, conserva una actualidad sorprendente el Mensaje de san Juan Pablo II para la XXXV Jornada mundial de la paz (1 de enero de 2002), que llevaba como título «No hay paz sin justicia. No hay justicia sin perdón».
La oración de la Iglesia se eleva a Dios para que conceda ese don de la paz que nace del arrepentimiento de los propios pecados y del esfuerzo sincero por reparar el daño de tantos miles de personas que sufren por culpa de guerras concretas, como las que tenemos ante nuestros ojos.
Hacemos nuestra, para las circunstancias que ahora vivimos, la oración del Papa Francisco en su viaje a Georgia y Azerbaiyán, el día 30 de septiembre de 2016, pronunciada en la Iglesia católica caldea de San Simeón Bar Sabas, Tiflis:
«Señor Jesús, adoramos tu cruz, que nos libra del pecado, origen de toda división y de todo mal; anunciamos tu resurrección, que rescata al hombre de la esclavitud del fracaso y de la muerte; esperamos tu venida gloriosa, que realiza el cumplimiento de tu reino de justicia, de gozo y de paz.
Señor Jesús, por tu gloriosa pasión, vence la dureza de los corazones, prisioneros del odio y del egoísmo; por el poder de tu resurrección, arranca de su condición a las víctimas de la injusticia y de la opresión; por la fidelidad de tu venida, confunde a la cultura de la muerte y haz brillar el triunfo de la vida.
Señor Jesús, une a tu cruz los sufrimientos de tantas víctimas inocentes: los niños, los ancianos, los cristianos perseguidos; envuelve con la luz de la Pascua a quienes se encuentran profundamente heridos: las persone abusadas, despojadas de su libertad y dignidad; haz experimentar la estabilidad de tu reino a quienes viven en la incertidumbre: los exiliados, los refugiados y quienes han perdido el gusto por la vida.
Señor Jesús, extiende la sombra de tu cruz sobre los pueblos en guerra: que aprendan el camino de la reconciliación, del diálogo y del perdón; haz experimentar el gozo de tu resurrección a los pueblos desfallecidos por las bombas: arranca de la devastación a Irak y Siria; reúne bajo la dulzura de tu realeza a tus hijos dispersos: sostén a los cristianos de la diáspora y concédeles la unidad de la fe y del amor.
Virgen María, reina de la paz, tú que estuviste al pie de la cruz, alcánzanos de tu Hijo el perdón de nuestros pecados; tú que nunca dudaste de la victoria de la resurrección, sostén nuestra fe y nuestra esperanza; tú que has sido constituida reina en la gloria, enséñanos la majestad del servicio y la gloria del amor. Amén».
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