Por Maria Milvia Morciano -Vatican News
Desde los primeros siglos de la era cristiana, existe una liturgia propia del Sábado Santo que acompaña a María en su espera y se une a ella en este día de silencio. Es una celebración de rito oriental, también acogida en el rito latino.
La Hora de la Madre es una antigua liturgia que se recita el Sábado Santo por la mañana desde 1987, Año Mariano, en la Basílica de Santa María la Mayor, donde fue oficiada por primera vez -siglo IX- por los santos Cirilo y Metodio. La celebración alterna salmos, lecturas y breves oraciones rítmicas, los llamados «troparios» de la liturgia bizantina.
Pero la celebración no sólo se lleva a cabo en la archibasílica papal mayor: el favor del que goza la ha extendido también a otros lugares. De hecho, dos veces fue celebrada en la Basílica de San Pedro, a petición de San Juan Pablo II, y aun hoy en otras iglesias. Esta tradición está respaldada por el padre Ermanno Toniolo, de la Orden de los Siervos de María, director del Centro de Cultura Mariana de Roma y profesor emérito de la Pontificia Facultad de Teología «Marianum». Nacida en entorno bizantino, la Hora de María se convierte en un vínculo vivo entre Oriente y Occidente.
María de los dolores
No hay dolor más grande que el de una madre que pierde a su hijo. Imaginemos el dolor de María: sabía lo que tenía que pasar y aprendió a aceptarlo a lo largo de su vida, desde ese primer «sí» de la Anunciación.
Ella ve todo cumplido bajo sus ojos, con la certeza de la fe de que su hijo es Dios, pero lo ve sufrir como cualquier otro hombre, sometido a terribles torturas y humillaciones y condenado a muerte. La Virgen reconoce ese dolor que Simeón había predicho: «Una espada te atravesará el alma» (Lc 2,35). Citando a Pablo en la Carta a los Romanos (4,18), a propósito de Abraham, el padre Toniolo escribe que María «creyó contra toda evidencia, esperó contra toda esperanza».
El sí de María
Bajo la Cruz, María pronuncia una vez más -en el silencio de su corazón- su sí incondicional. El dolor de María no es desesperado, pero sigue siendo insoportable, porque es el dolor más puro de una madre. Pasa el sábado, ese día interminable, esperando que todo ocurra.
Esta fuerza de la fe, esta esperanza segura, ciertamente no podía aliviar su dolor. Tuvo que presenciar la agonía de su Hijo y su muerte. Lo sostuvo en sus brazos por última vez antes de dejarlo mientras lo llevaban a la tumba. Tuvo que aceptar el desapego y el vacío que le sobrevino.
Es imposible comprender cuántos pensamientos «ella guardaba en su corazón» (Lc 2,51) en medio del clamor de las lamentaciones de las mujeres piadosas y entre los Apóstoles perdidos. Sola,pero no en la soledad y el abandono: antes de morir, Cristo pensó en su Madre y en todos los hombres. Antes de morir, desde la Cruz confía su Madre a Juan:
«Entonces Jesús, viendo a su madre y al discípulo al que amaba de pie junto a ella, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Entonces dijo al discípulo: «¡He aquí a tu madre!» Y desde aquella hora el discípulo la recibió como a su madre». (Juan 19:26-27)
Unión de madre e hijo
Así, toda la Iglesia se reúne en torno a ella, que se convierte en el puente entre el Hijo y la humanidad, entre la muerte y la vida, en espera de la Resurrección. Si el Viernes Santo es la hora de Cristo muerto en la Cruz, el Sábado Santo es la hora de la Madre.
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