Por Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Nuestro tiempo parece signado por la condena, la descalificación y los sofismas ‘ad hominem, -contra la persona y no sobre el asunto tratado, y las generalizaciones, – por uno se condena a todos.
Hay comportamientos que pisotean la dignidad humana, como dar muerte a seres humanos, sea en los asesinatos, en los genocidios, en la vida humana de los no nacidos, o el suicidio asistido.
Hay conductas inaceptables desde el punto de vista ético y deberían de ser también en su ordenamiento jurídico, como son las detenciones injustas en las cuales se niega la presunción de inocencia por motivos políticos o por alguna otra causa; la esclavitud, abolida en muchas naciones, pero que toma otros estilos en la trata de mujeres o de niños en las naciones supuestamente desarrolladas; todo tipo de mutilaciones y de tortura, los robos, las opresiones graves, las violaciones y abusos sexuales; la xenofobia, las discriminaciones por motivos de raza o de condición social o económica.
La mentira campea en los sofismas, mantiene y soporta las injusticias. Las difamaciones y las calumnias, la propaganda engañosa y las tan socorridas ‘fake news’.
Algo sumamente escandaloso es el tráfico de drogas y de armas.
Sobre todos estos males, verdaderas miserias, está la guerra, causa de tantas muertes y de tantos sufrimientos. Guerra, que supera toda consideración anterior, como el principio a la guerra justa, en nuestro tiempo quedó atrás por los grandes avances de las armas destructivas, como la bomba atómica, que posibilita la guerra total y la aniquilación. Por eso, ha de ser nuestro empeño el luchar por la paz justa; siempre la paz. Es de desear, como lo señala el Concilio Vaticano II, de acuerdo con las naciones que sea prohibida todo tipo de guerra (cf G et Sp 82).
El principio básico de Cicerón, ‘suum cuique’, –darle a cada quien lo suyo, en una perspectiva no solo individual, sino social, tomando en consideración una mayor amplitud según las condiciones actuales, superando estatismos de cualquier rubro, -sea capitalista o sea socialista, valorando a las personas y atendiendo sus necesidades.
La justicia es esencial a un orden social para que exista la paz. Y es el Estado, debería de ser, tiene que ser, el garante de la justicia, a través de leyes justas y oportunas, con equipo judicial insobornable; ley justa y su aplicación justa.
San Agustín en su obra magistral ‘La Ciudad de Dios’ (libro 4, cap 4), nos señala que, si se elimina la justicia, los reinos (diríamos, las naciones), serían bandas de ladrones. Cito el apartado; vale la pena meditarlo: “Sin la virtud la justicia, ¿qué son los reinos sino unos execrables latrocinios? Y estos, ¿qué son sino unos reducidos reinos? Estos son ciertamente una junta de hombres gobernada por un príncipe, la que está unida entre sí con pacto de sociedad, distribuyendo el botín y las conquistas conforme a las leyes y condiciones que mutuamente establecieron”.
Ante las miserias humanas, ciertamente está la misericordia de Dios, -supuesta la justicia y más allá de ella. Qué fácil es elevar la voz flamígera de la condena, cuando uno mismo en el fondo de nuestra conciencia insobornable, nos recrimina nuestras incoherencias ante los mandamientos de Dios.
El pasaje de san Juan (8,1-11), es sumamente ilustrativo por la reflexión del mismo san Agustín en su comentario a este pasaje (Tratado sobre el Evangelio de san Juan, 33,4.5.6): ‘Nos dio, pues, a conocer la verdad como maestro, y la mansedumbre como libertador, y la justicia como juez’; los enemigos pensaban, ‘Se le cree amigo de la verdad y parece amable; hay que poner a prueba con sagacidad su justicia’. Le presentan a una mujer sorprendida en adulterio. ‘Si ordena que sea apedreada, -según la ley de Moisés, dejará de ser amable; y si juzga que se le debe absolver, será transgresor de la justicia’, tendrá que ser apedreado por ir contra la ley. La respuesta del Señor: ‘el que esté libre de pecado que tire el primero la primera piedra’. Cuánta verdad, cuánta sabiduría y cuánta misericordia. ‘Deben de mirar en sí mismos su interior’ ante el tribunal de su corazón y conciencia. Por el ‘dedo de Dios’ se escribieron los mandamientos en las tablas de piedra entregadas a Moisés; Jesús escribía también en la arena, que se lleva el viento; pone de manifiesto su misericordia. Rechaza el pecado, pero ama al pecador. Los acusadores se marcharon hasta que quedaron Jesús y la mujer; ‘Relicti sunt duo, mísera et misericordia’, -solo dos se quedan allí: la miserable y la misericordia. ‘No te condenan, tampoco te condeno, vete y no peques más’.
Nuestra miseria ante la Misericordia divina. Los acusadores y la acusada forman una comunidad de la culpa; nadie puede condenar a otro, es necesario el perdón, como señala von Balthasar. ‘Así, Dios encerró a todos en la rebeldía para poder tener misericordia de todos. ¡Qué profunda riqueza, sabiduría y conocimiento el de Dios!¡Qué indescifrables sus juicios! ¡Qué insondables sus caminos! (Rm 11,32-33).
Nuestra salvación viene de Dios Padre y nos la ofrece a través de la entrega de Jesús en la Cruz.
El amor de Dios en Cristo puede ser nuestra fuerza en la vida. Ante nuestra miseria, la justicia y la misericordia divinas; aunque la justicia en Dios se identifica con su amor misericordioso.
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