Por Martha Morales
Antoine de Saint-Exupéry nació en Lyon el 29 de junio de 1900. Fue el tercero de los cinco hijos de una familia aristocrática venida a menos. Su padre, muerto cuando Antoine contaba cinco años, fue inspector de seguros, pese a su título de Conde, que su hijo nunca utilizó.
Hasta los nueve años vivió en los castillos de su abuela y tía. Infancia maravillosa, de cuento de hadas, que recordará toda su vida. Fue un niño prodigio, encantador, atento al menor detalle, original en todo.
A los nueve años el encanto de la vida salvaje se interrumpe al ingresar en el Colegio de los jesuitas en Le Mans. Ingreso más tarde a la Escuela de Bellas Artes, en la que durante 15 meses, cursó dibujo en la sección de Arquitectura. Estos años de vida parisina fueron de incertidumbre y hambre. Su familia le pasaba una módica pensión.
En el servicio militar fue destinado al aeródromo de Estrasburgo. Sentía ansias locas de volar. Vendió cuanto poseía, reloj y maletas incluidos, para pagar las lecciones. Llevaba ya ochenta minutos de vuelo como alumno, esto es, sin tocar los mandos para nada, cuando un día el piloto no apareció a la hora de clase. Ni corto ni perezoso, puso en marcha el avión y despegó. Voló por espacio de veinte minutos, y cuando se dispuso a aterrizar, del tubo de escape comenzó a salir fuego. A pesar de este incidente, consiguió más tarde ser recibido como cadete, después obtuvo el grado de subteniente. Más tarde encontró colocación en una oficina.
“El elemento dominante en él es el gusto por la aventura, una aventura poética, que le permitía escapar a la monotonía de la vida cotidiana. Saint-Exupéry nació arcángel, mal adaptado a las rutinas de nuestra vida moderna (…). En todo buscaba el mundo de la belleza” (Charles Möeller).
Los años vividos como piloto militar le habían descubierto su vocación. En todas las ocasiones que disponía de dinero y tiempo, hacía una escapada al campo de aviación y volaba unas horas. Volando se encontraba a sí mismo.
En 1926, en una reunión literaria en casa de una prima suya, Jean Prévost, impresionado por la pasión con que hablaba de sus experiencias de aviador, le animó a que escribiese sus recuerdos. Resultado de ello fue L’Aviateur, novela corta que se publicó en una revista. Sus amigos le animaron a que se dedicase a las letras.
“Antes que escribir hay que vivir. Escribir no es más que una consecuencia”, les decía. A Saint-Exupery sus amigos le llamaban Saint-Ex. Nacido y educado en un ambiente católico, perdió la fe a los 17 años.
El joven de 26 años va a encontrar encauzada su vocación, gracias a la ayuda del Padre Sudour, uno de sus antiguos profesores, quien le presentó al administrador de la empresa aeronáutica Latécoere, que mantenía la línea Toulouse-Dakar. Al año de servir como piloto de línea, fue nombrado jefe del aeropuerto de Cabo Juby, a pocos metros del desierto.
El desierto le induce a la contemplación, al recogimiento interior, a la meditación. La soledad del desierto le da el sentido de lo invisible, oculto en lo visible (Charles Möeller). “Glacial, Señor, es a veces mi soledad. Y reclamo una señal en el desierto del abandono”, escribe Saint-Exupéry en Citadelle.
Permaneció 18 meses en dicho puesto y colmó con creces las esperanzas que sus jefes pusieron en él. Se reveló como diplomático habilísimo, supo atraerse la simpatía de los árabes, quienes acudían a él como mediador en los litigios entre tribus. Durante todo este tiempo vivió como un monje, con gran sobriedad. El desierto modeló su alma y dejó huellas que al correr de los años y de su obra, irán revelándose. “Quien ha conocido la vida sahariana –escribirá- donde todo, en apariencia, no es más que soledad y desnudez, llora sin embargo estos años como los más hermosos que haya vivido” (Lettre a un otage, 26).
En 1929 es destinado a Buenos Aires. Fruto de la meditación de estos años fue la novela Vuelo Nocturno. A fines de 1930 conoce a Consuelo Suncín, una viuda joven, con la que se casó al año siguiente, pero su hogar no tuvo la solidez que esperaba. Saint-Ex era extremadamente reservado sobre su vida conyugal, pero en una biografía de su esposa se lee que Consuelo Suncín no quería tener hijos y a Saint-Ex lo que más deseaba era tener hijos. “Amar –escribía en Citadelle— no es mirarnos uno al otro sino mirar juntos en la misma dirección”.
Años más tarde se encontró con ella en París y la invitó a cenar en su departamento. Ella encontró fotos de ella allí y le preguntó porqué las conservaba. Él se limitó a contestar: “Porque rosa sólo hay una”.
En cierta ocasión, al ver a un niño dormido entre sus padres extenuados, Saint-Exupéry escribe: “¡Oh, qué rostro más adorable! Había nacido de aquella pareja una especie de fruto dorado. Había nacido de aquella pesada yunta este milagro de encanto y de gracia. Me incliné sobre su frente lisa, sobre el suave mohín de sus labios, y me dije: he aquí un rostro de músico, he aquí a Mozart niño, he aquí una hermosa promesa de la vida”.
En 1938 tuvo un fuerte accidente. Durante su convalescencia, en Nueva York, comenzó a redactar Tierra de hombres, que a comienzos de 1939 fue publicada, alcanzando un éxito mundial. Sus preocupaciones monetarias desaparecieron. “La tierra —escribe en el prólogo— nos enseña más sobre nosotros mismos que todos los libros. Porque nos opone resistencia. El hombre se descubre a sí mismo cuando se mide con el obstáculo”.
En 1939 tuvo un accidente en pleno desierto de Libia, sin víveres ni agua, y fue rescatado después de tres días por unos beduinos. En septiembre de ese mismo año estalla la primera guerra mundial. Saint-Ex es movilizado con el grado de capitán, pero no lo encontraron apto para ser piloto de guerra. En cuatro años había depositado diez patentes de invención concernientes a la navegación aérea.
El Principito es un cuento infantil para personas mayores, lleno de encanto y poesía. Es una obra con clave. Habiéndole preguntado algunos amigos si por boca del niño iba a darles lo más secreto de su alma, respondió: “Sí, lo han adivinado, pero no hay que decirlo”. Escribe: “No se ve bien mas que con el corazón. Lo esencial es invisible para los ojos” … Ese Principito, al que el mundo moderno ha dejado extraviarse, es nuestra alma.
Por esos meses escribió su célebre carta al General Chambe: “(…) ¡Ah! mi general, no hay más que un problema, uno solo para todo el mundo. Devolver a los hombres una significación espiritual, inquietudes espirituales. Hacer llover sobre ellos algo que se parezca a un canto gregoriano. Si yo tuviera fe… No se puede vivir más sin poesía, calor ni amor (…). No hay más que un problema, uno solo: redescubrir que hay todavía una vida del espíritu más alta todavía que la de la inteligencia, la única que satisface al hombre (…)”.
Saint-Exupéry está considerado como una de las cimas del pensamiento francés del siglo XX. Una de las obras que no llegó a retocar fue Citadelle, en ella escribe una oración: “Señor, no vale la pena que os fatiguéis mucho por mí. Hacedme simplemente como soy. Parezco vanidoso en las cosas pequeñas, pero en las grandes soy humilde. Parezco egoísta en las cosas pequeñas, pero en las grandes soy capaz de darlo todo, incluso mi vida. A veces parezco impuro en las cosas pequeñas, pero no soy dichoso más que en la pureza”.
Saint-Ex se volvió a Dios para decirle las palabras que inspiran nuestra conclusión:
“Cuando me muera.
Señor, llego a ti, pues trabajé en tu nombre.
Para ti la siembra.
Yo he construido el cirio. Te toca a ti encenderlo.
Yo construí este templo. A ti te corresponde habitar su silencio” (Citadelle, 315).