Por P. Fernando Pascual

Cada uno escoge, normalmente, la burbuja desde la cual afronta la vida presente y mira hacia lo que espera en el futuro. No siempre es uno quien escoge, pues hay burbujas que se forman desde hechos no controlables o imposiciones externas.

Hay quienes escogen la burbuja del disfrute como criterio para evaluar todo lo que pasa. La pregunta que repiten es sencilla: ¿esto me gusta, me satisface, me produce placer?

Otros escogen la burbuja del servicio, y evalúan cada actividad según el beneficio que pueda producir en los demás, sobre todo en aquellos más necesitados.

Entre las burbujas no escogidas, están las de accidentes o enfermedades que dificultan realizar tantos proyectos, que provocan dolores y angustias que ahogan poco a poco el alma.

Nos damos cuenta de que unas burbujas son buenas, en el sentido de que ayudan a las personas a vivir según ideales nobles, con un deseo sincero de invertir la propia vida en lo que, de verdad, vale la pena.

Otras burbujas, en cambio, son malas, porque encierran en el egoísmo, o paralizan en el miedo, o atosigan con ambiciones que impiden lograr una vida sana y orientada hacia el amor y la justicia.

Por eso, a la hora de tomar decisiones, hace falta preguntarnos si nos ayudarán a promover una buena burbuja, o si nos aprisionarán en una burbuja dañina.

Al mismo tiempo, ante los hechos de la vida, necesitamos proteger la mente y los corazones para que no nos envuelvan burbujas negativas de pesimismo, envidia, mala autocompasión.

No siempre lograremos impedir que una burbuja llegue a dañarnos, sobre todo ante acontecimientos terribles como cuando se desata una guerra o empieza una epidemia devastadora.

Pero muchas veces, más de las que nos imaginamos, podremos orientarnos hacia aquellos pensamientos y decisiones que nos mantengan sanamente envueltos en burbujas buenas, constructivas, que nos ayuden a vivir abiertos al amor de Dios y de los hermanos.

 

Imagen de misku en Pixabay

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