Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Por diversas razones, todos somos migrantes; vamos en búsqueda del hogar, lugar privilegiado del amor y de la paz en el cual todos seamos amados por nuestra condición de personas. Pero son muchos los obstáculos y tropiezos que nos salen en el camino. La búsqueda se vuelve azarosa y pareciera que es imposible de alcanzar. A punto de llegar, surgen nuevos problemas, al estilo del mito kafkiano, más escaleras y más puertas en el peregrinar sin fin y sin lograr el objetivo.

En el marco de la antropología de la religión descubrimos al ser humano en esa búsqueda de Dios; el ser humano considerado en su totalidad y en su unidad, como cuerpo, alma, corazón, conciencia, pensamiento y voluntad. Se trata del ‘homo religiosus’ cuya experiencia versa sobre lo sagrado.

Mircea Elíade, en ‘lo sagrado y lo profano’ y en ‘el tratado de la historia de las religiones’ considera los elementos esenciales de lo sagrado, a través de las hierofanías o manifestaciones de lo sagrado, -objetos, fenómenos, tiempos, los cuales pueden reducirse a dos: la ruptura de nivel y la realidad por excelencia. De aquí se deriva la actitud religiosa como referencia a un ser superior trascendente que orienta la existencia humana.

La ruptura de nivel señala la distinción de lo profano a lo sagrado, que permite llegar o descubrir esa realidad por excelencia, que es lo divino o lo ontológicamente absoluto. ‘…sea cual sea el marco histórico en el que esté inmerso el ‘homo religiosus’ cree siempre que existe una realidad absoluta, lo sagrado, que trasciende este mundo, pero se manifiesta en él y, por consiguiente, lo santifica y lo hace real’.

La voluntad del ‘homo religiosus’ de sumergirse en lo sagrado, es sumergirse en lo plenamente real, al margen de las inseguridades subjetivas. Al final, la sed de lo sagrado no es otra cosa que la manifestación de la nostalgia del ser que padece el hombre, como lo afirma Elíade.

Este primer acercamiento nos ubica en ese deseo profundo del corazón del hombre de encontrar su ‘hogar’ de seguridad ontológica ante la conciencia de la propia finitud.

Ese anhelo y deseo vehemente de encontrar ese ‘hogar’ que desafíe los lugares, los tiempos y los egoísmos, nos lo ofrece Jesús: ‘El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada’ (Jn 14, 23). Esto conlleva el principio y el culmen de toda la vida cristiana.

Por el bautismo el nuevo cristiano, -nacido del agua y del Espíritu Santo, se convierte en morada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. A partir de este momento se inicia el ‘nosotros interpersonal’ entre el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, toda la Iglesia y los bienaventurados; se hace partícipe a la persona de la vida intratrinitaria y se suma a esa ‘multitud aunada por la Trinidad’(san Cipriano), que es la Iglesia peregrina y la Iglesia celestial. Es Dios mismo, trino y uno, presente que nos ‘inhabita’, o habita en nosotros de un modo cada vez más intenso y pleno.

En la medida del proceso de purificación, -por la oración, la penitencia, las obras de misericordia, la eucaristía, la orientación espiritual, se es más susceptible y sensible de la presencia y de la acción de las divinas personas. Somos, diríamos, ‘hogar para Dios’ y ‘Dios será nuestro Hogar’, esto es, mutua inhabitación.

Con la presencia y la acción progresiva del Espíritu Santo se va haciendo más intensa y profunda la relación interpersonal con el ‘Tú divino’ y con el ‘tú humano’.

San Juan de la Cruz en ‘llama del amor viva’ nos dice explícitamente que ‘las tres divinas personas son las que realizan en el alma esta unión divina’. En ‘el Cántico Espiritual’ nos dice: ‘Es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma’.

Con otras palabras, Santa Teresa de Jesús también lo afirma en diversas ocasiones en el Camino de Perfección’: ‘¿Pensáis que os importa poco saber qué cosa es cielo y a dónde se ha de buscar vuestro sacratísimo Padre? Pues yo os digo que, para entendimientos derramados, que importa mucho un solo creer esto, sino pensarlo mucho, porque es una de las cosas que muy mucho atan los pensamientos y hacen recoger el alma’. ‘…que está el Señor dentro de nosotros y que allí nos estamos en Él’.

La vida cristiana, por su misma naturaleza es vida trinitaria; tanto por la fe, la esperanza, la caridad y los dones del Espíritu Santo, se tiene el principio y la comunicación divina al hombre, porque se participa de la naturaleza divina (cf 2Pe 1,4).

Santo Tomás de Aquino en diversos lugares nos enseña que por la fe y la caridad se participa íntimamente en el conocimiento y en el amor que Dios tiene de sí mismo; ‘en virtud de la fe y de la caridad, el bautizado se hace partícipe del Hijo y del Amor que procede del Padre y del Hijo’; ‘el Verbo de sabiduría con el que conocemos a Dios, es verdaderamente el Hijo; así mismo, el amor con el que amamos a Dios es propiamente el Espíritu Santo’.

El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, producen la paz y nos ofrecen su ‘Hogar’, que es su naturaleza divina.

Esta es la paz que Jesús nos ofrece (Jn 14, 27); no como la da el mundo, con tolerancia de dogmatismos en un franco relativismo, ni siquiera como ausencia de tensiones y de conflictos.

Es Jesús, el comunicador juntamente con el Padre del Espíritu Santo, -quien es el Don por excelencia de la Paz. Solo él nos permite crear un clima amistoso, de aceptación y de diálogo.

No se puede vivir permanentemente a la defensiva, sometidos a los miedos, en el cuidado de los propios intereses o cargando resentimientos como cizaña que se repasa una vez y otra vez en el molino del recuerdo.

El Espíritu Santo es la memoria viva y operativa en nosotros de Jesús nuestro Señor. Él nos librará de las turbaciones y de las cobardías.

En el siglo XV se mandó pintar en honor a san Sergio de Radonezh, esta obra maravillosa cumbre de los iconos rusos que conocemos como ‘la Trinidad de Rublëv’, -Andrei, para implorar la paz sobre las Rusias. Hoy se encuentra en el museo del Tretyakov en Moscú. Rica en simbolismo trinitario y eucarístico; rezuma armonía, paz y amor mutuo. Abrahán ofrece la hospitalidad de su hogar-peregrino, en la ‘encina de Mambré’(Gén 18, 1 ss).

Quien tiene en su corazón el Hogar de la Trinidad, es promotor de la cultura de la paz, ante las culturas de la violencia, lejos de los enfrentamientos estériles y polarizantes.

La cultura de la paz, ha de buscar la verdad, como fundamento de la justicia; la paz no se puede manipular en servicio de intereses de política facciosa.

Si hemos sido perdonados para vivir en el ‘Hogar divino’, hemos de perdonar para librarnos de los resentimientos y de las violencias del pasado; así aparece la fuerza para construir ‘el Hogar de la Paz’, para todos, donde todos son valorados y amados en su condición de personas.

El Hogar de la Paz que procede del Padre, al cual nos invita el Hijo y lo realiza el Espíritu Santo, puede convertirse en el sentido radical de nuestra existencia.

María Santísima fue la primera en guardar la palabra de su Hijo; ella es el Hogar y la morada permanente de Dios y nuestro Hogar y nuestra morada, también.

Imagen de Daniel Wanke en Pixabay

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