Por Rebeca Reynaud
Este año, 2022, después de consagrar Rusia al Corazón de María, el Papa Francisco fue a confesar, y acto seguido, se puso a confesar.
Estamos viviendo los tiempos de oscuridad espiritual más grande en toda la historia, y a la vez, el mundo nunca ha sido más atractivo, más seductor, más hechizante que hoy. Nunca había tenido más propuestas para que el hombre se enamore de él. Hoy, el demonio quiere que estemos 24 horas entretenidos.
George Weigel, el biógrafo por excelencia de Juan Pablo II, habló del legado de este Papa en la Universidad Franciscana en Steubenville, en Ohio. Allí expuso esta idea: Juan Pablo II fue un hombre con enormes dotes humanas: era deportista, filósofo, poeta, dramaturgo, escritor, hombre público con gran capacidad de trabajo y de despertar la simpatía de casi todos, y estos dones no los usó para sí mismo sino para ser un discípulo de Cristo, empeñó su vida en vivir conforme al Evangelio. Todo su pontificado se entiende desde su conversión radical a Cristo. Lucas 22, 32 dice: Y tú, Pedro, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos. Eso fue lo que hizo Juan Pablo II. El mundo buscaba ese tipo de testigos.
Imprevisiblemente, fue el hombre más visto del mundo, y ese hombre era, imprevisiblemente, un sacerdote católico polaco que llegó a ser obispo y Papa. Nosotros no poseemos las dotes naturales que él tuvo, pero cada uno de nosotros puede ser capaz de lograr esa conversión radical a Cristo, porque el bautismo abre esa posibilidad.
Cada uno de nosotros está llamado a abrazar el martirio. Los católicos están llamados a rendirse diariamente a su llamada a la santidad en medio del mundo. Los no-católicos son llamados también, pero primero tienen que atender a la invitación de Jesús para entrar en la plenitud de la verdad la Iglesia Católica. Para algunos este acto es fácil y pleno de alegría. Para muchos, es detestable. Pero el martirio es también gozoso, es como la muerte del grano de trigo que debe morir para dar fruto.
En su libro El secreto del Padre Brown, dice Chesterton: “No existe un hombre que sea realmente bueno mientras no sepa con exactitud cuan malo puede llegar a ser” (p. 17 Plaza Janes).
El problema esencial de toda la historia del mundo es el ser hombres no reconciliados con Dios, con el Dios silencioso, misterioso, aparentemente ausente y sin embargo omnipresente. (Cfr. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II, p. 98).
El demonio es enemigo del hombre. Satanás es el trono del orgullo, y la única arma para derrotarlo es la humildad. Y la confesión nos ayuda a vivir la humildad porque reconocemos lo que está mal y pedimos perdón. No se trata de quién es el sacerdote, él perdona por el poder de Dios, importa quién soy yo. Al recibir la absolución quedamos desencadenados, pero el alma está débil, por eso necesitamos la Eucaristía. Si supiéramos lo que es la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, quedaríamos en éxtasis nada más pisar la iglesia.
Un escrito antiguo, el llamado Pastor, de Hermas, compuesto en el género apocalíptico probablemente hacia la primera mitad del siglo II. El Pastor trata de un esclavo –que es Hermas- vendido en Roma a una tal Rodas, y esta mujer le da libertad. Tiempo después la encuentra bañándose en un río; le ayuda a salir y al verla piensa: “¡Qué mujer tan hermosa!”. Tiempo después cae en un sueño profundo y tiene una visión de esta misma mujer que le acusa:—“El mal deseo subió a tu corazón”. Plantea un problema de conciencia de pecado.
Los primeros cristianos se llamaban “santos” porque habían sido purificados por Cristo a través del bautismo. ¿Y si vuelvo a pecar? Dios concede una segunda penitencia si hay arrepentimiento. La práctica penitencial del siglo II dice que un bautizado no tiene por qué dar marcha atrás. El Sacramento de la Penitencia ya existía en el bautismo, pero se extiende. Afirman que hay tres pecados que sólo se pueden perdonar una vez: la apostasía, el adulterio y el homicidio.
Durante los tres primeros siglos la Iglesia tendrá tres tipos de miembros: catecúmenos –los que se preparan para el bautismo; los iluminados o santos o bautizados; y los penitentes, que se someten a penitencia pública.
En la antigüedad la penitencia pública implicaba dejar los cargos públicos si se tenían y hacerse indeseable a base de descuidar el aseo personal. Por eso muchos preferían conservarse como catecúmenos. Constantino dejó su bautismo hasta el momento en que sintió que la muerte estaba próxima, porque se predicaba mucho sobre la gravedad de la pérdida de la gracia bautismal por el pecado. Osio de Córdoba, asesor de Constantino, le aconsejó no bautizarse porque si pecaba debía de dejar de ser emperador. Después de recibir el bautismo, dice Eusebio, llevó vestiduras blancas “pues ya no quería tocar púrpura alguna” (Eusebio, Vita Const 4, 62).
Tertuliano en el siglo II dice que la segunda penitencia es como la tabla de salvación para el que se arrojó al mar del pecado. El bautismo había sido como la entrada triunfal a la casa de la salvación; la segunda penitencia es entrar por la puerta trasera y sin hacer gran ruido. Esta práctica dura así hasta el siglo VII; cambia a partir de la evangelización del Norte de Europa. Entonces, se dará la oportunidad de recibir la penitencia varias veces en la vida.
El IV Concilio de Letrán establece —en el siglo XII— que al menos una vez al año el fiel se ha de acercar al Sacramento de la Penitencia. El Concilio Vaticano II vuelve a su sentido sacramental y recuerda que es un momento de arrepentimiento y reconciliación.
El Papa Benedicto XVI comentó la curación del ciego Bartimeo, un episodio cuyo momento decisivo fue el «encuentro personal, directo, entre el Señor y aquel hombre que sufría». (Mc 10,46-52). El relato es clave, pues «evoca el itinerario del catecúmeno hacia el sacramento del Bautismo, que en la Iglesia primitiva era llamado también “Iluminación”», y es que la «fe es un camino de iluminación». Empieza por «la humildad de reconocerse necesitados de salvación -explicó- y llega al encuentro personal con Cristo, quien llama a seguirle en el camino del amor”. Recalcó el Santo Padre que «redescubrimiento del valor del propio Bautismo está en la base del compromiso misionero de todo cristiano».
Carlos III fue un monarca español muy débil. En su lecho de muerte no encontraba la paz. Le llevaron a un franciscano que le dijo: majestad, Dios escribe nuestros pecados sobre arena. Basta una lágrima para que los borre. Y eso le ayudó.
Santo Tomás comentando a San Agustín dice que solo hay dos bienes que pueden presentarse como absolutos, y, por lo tanto, guiar el resto de las acciones: la gloria de Dios o la propia estima.
San Juan Crisóstomo dijo: “Los sacerdotes han recibido un poder que el mismo Dios no ha otorgado a los Ángeles o a los Arcángeles…, son capaces de perdonar los pecados”.
Arrepentirse —afirma el filósofo Alfonso López Quintas ─ es un acto que implica cierta dosis de creatividad. El que se arrepiente de haber adoptado una conducta determinada asume su vida pasada como propia y decide configurar su vida futura conforme a un proyecto existencial distinto.
Imagen de Luis Felipe Tun en Cathopic