Los árboles están presentes desde el principio de la historia de la salvación como símbolo. En el jardín del Edén sobresalen el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y el mal (Génesis 2, 9).

Después del Diluvio, cuando las aguas bajaban, Noé liberó a una paloma, que regresó trayendo en el pico una hoja verde de un árbol de olivo (Génesis 8, 11). En el Nuevo Testamento, la noche del Jueves Santo los olivos del huerto de Getsemaní fueron testigos de la oración y agonía de Cristo (Mateo 26, 30). Y, al final de los tiempos, aparecerán con gran poder dos testigos de Dios, a los que se denomina “dos olivos” (Apocalipsis 11, 4).

Jesús se compara con un arbusto, la vid, cuando señala: “Yo soy la Vid y ustedes son los armientos” (Juan 15, 5). El arbusto de la higuera, en cambio, representa al pueblo de Israel, de ahí que maldice a la higuera por no dar fruto (Mateo 21, 18-19), mas anuncia que ésta habrá de reverdecer algún día (Mateo 24, 32).

El cedro del Líbano, mencionado unas setenta veces en la Biblia, a veces simboliza grandeza y altivez, por eso Dios lo derriba (Salmo 29, 5).

Pero el árbol en general es, ante todo, símbolo de la fe: “¡Bendito el hombre que confía en el Señor (…), es como un árbol plantado al borde de las aguas, (…) no teme cuando llega el calor y su follaje se mantiene frondoso; no se inquieta en un año de sequía y nunca deja de dar fruto” (Jeremías 17,7-8). En cambio, “todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego” (Mateo 3, 10).

TEMA DE LA SEMANA: «EL ÁRBOL: UNA HERENCIA ANCESTRAL QUE TOMAMOS PRESTADA DE NUESTROS HIJOS»

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 26 de junio de 2022 No. 1407

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