Por Marieli de los Rios Uriarte

El asesinato de dos jesuitas en un templo en Chihuahua el día 20 de junio no sólo conmocionó a la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, y a quienes somos cercanos a ella, sino que representa una lectura de un país desbordado y deshilachado hasta en sus fibras más profundas.

México es un estado laico, al menos así lo promulgó Juárez, pero en nuestra historia, más allá del papel, la religión ha sido un pilar, quizá el único estable, que ha dado cohesión aún a los grupos más diversos y opuestos. Tan ha sido así que la guerra cristera y el afán persecutorio del presidente Calles quiso deshacerse de ella pero no pudo. La religión y, a menudo, el fanatismo con el que se practican ciertos ritos tiene el poder de convocar a la unión y al sentido de cuerpo, con ello  da identidad y cohesión social y por eso se puede ser un desgraciado pero asistir puntualmente el 12 de diciembre a la Basílica a cantarle las mañanitas a la Virgen de Guadalupe, y también por eso podemos enojarnos y matar a todos menos a un sacerdote porque representa el culto divino y con él, el mal entendido temor al  castigo eterno en las llamas del infierno. Al menos eso creíamos hasta hace unas semanas.

Primero un sacerdote encargado de un albergue de migrantes golpeado a morir, y ahora dos jesuitas acribillados y cuyos cuerpos permanecen sin aparecer por defender a una persona refugiada adentro de un templo.

No me parece que haya una similitud con la carnicería de Calles, pero sí al menos con las frecuentes dictaduras militares de las décadas de los 70’s en América Latina en donde, a la par de civiles, los sacerdotes eran desaparecidos, torturados, asesinados a sangre fría por grupos paramilitares en donde la responsabilidad se diluía sin posibilidad de juicio alguno. Tal fue el caso de Monseñor Angelleli en La Rioja, Argentina o de Monseñor Oscar Romero en El Salvador, o hasta de los mártires de la UCA siendo el más famoso el padre Ignacio Ellacuría.

Su muerte representaba una exhibición, no de poder sino del terror, en que querían mantener a cualquier insurrección que pudiera denunciar abierta y claramente sus atrocidades. Esa es la similitud: la política del terror, pero la diferencia con lo que vemos en nuestro país hoy es que en aquellas, había detrás un bloque y un gobierno poderoso que insistía en la instauración de un modelo de economía liberal y capitalista mientras que aquí, sólo hay un gobierno débil que ha rendido el territorio a manos de la violencia y del crimen.

Aquí, los sacerdotes no representan células comunistas como en aquellos tiempos, son sólo opositores a la ejecución fácil y desalmada de intereses mezquinos de grupos delictivos en disputa. Matan no porque sean sacerdotes, matan porque son personas y defienden personas. Igual que tú y que yo, igual que tu familia y que la suya, todos somos blanco de su maldad y de su ansia de dominar más y más territorios. En este país no se persiguen hoy sólo sacerdotes sino que se quita de en medio a quien pueda estorbar para atacar al enemigo y el enemigo somos potencialmente todos.

No obstante, la lectura de tres sacerdotes asesinados en las últimas semanas en México da para pensar y pensar profundamente. La religión ya no es elemento de cohesión ni se respeta como antes, ahora también se pasa encima de ella y ya no importa si uno es o no sacerdote, religiosa, obispo o cardenal. El mínimo respeto se ha perdido y con él hasta el más grande temor al “infierno”. La condena no es más divina: han tomado en sus propias manos la imposición del castigo final y son ellos, los grupos delictivos y los matones, quienes deciden quién va al cielo y quién al infierno.

Sin la religión de por medio, ni el perdón, no la compasión, ni la piedad, ni la misericordia, laicidad tendiente a la barbarie. ¿Qué nos queda cuando se ha perdido la única voz que llamaba a la esperanza? Un país que arde y unos templos que derraman sangre.

 

Imagen de Ulrike Mai en Pixabay

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