Por P. Fernando Pascual
Cada día suceden muchas cosas. La mayoría, previsibles, ordinarias. Otras, imprevistas, quizá extraordinarias.
Sucede que llega el tren a tiempo, que los semáforos funcionan, que el tráfico fluye en los momentos menos críticos.
Otras veces, sucede que el tren se retrasa, que los semáforos parecen enloquecidos, que el tráfico está descontrolado.
Cada cosa que sucede afecta a mi vida de modo favorable, si me ayuda a alcanzar objetivos buenos; o desfavorable, si me aparta de metas valiosas que se convierten en difíciles o, incluso, inalcanzables.
Lo que sucede marca mi jornada. Será más alegre, si todo fluye sobre ruedas y en una sana normalidad. Será más triste, si los contratiempos producen daños en el corazón o en la salud.
Lo que sucede cada día construye parte de mi biografía; no solo a través de acontecimientos más importantes, como conseguir un buen puesto de trabajo, sino también en lo sencillo, como paladear una naranja saludable.
Al llegar la noche, puedo ver lo ocurrido durante el día. Si miro con atención, descubriré señales de un diseño que modela mi vida y la de los seres que viven a mi lado.
Ese diseño podrá parecerme justo o injusto, benéfico o dañino, pero me colocará en una perspectiva desde la que será posible mirar al mañana para planear cuáles deban ser mis opciones a partir de lo que hoy me ha ocurrido.
Así es la vida humana: un continuo sucederse de hechos que avanzan hacia metas más o menos claras, y que me preparan hacia ese desenlace final que a todos nos llega algún día.
Para cuando llegue ese momento, me gustaría haber vivido los hechos presentes de la mejor manera posible: como oportunidades para abrirme a la acción de Dios en mi vida, y para invertir tiempo, corazón y manos en la tarea más hermosa de la existencia humana: amar.
Imagen de Shiva Reddy en Pixabay