Por Rebeca Reynaud

Hay personas que piensan que el fin de la vida es divertirse, y no está mal, pero no es sólo eso. Querer divertirse es una idea que refleja el afán de felicidad que tenemos, y, como no sabemos dónde está la felicidad, nos basta con pasar el rato y entretenernos. Y así gastamos la preciosa vida que Dios nos ha dado.

Estamos a un paso de la eternidad –sobre todo en estos tiempos en que no sabemos a qué hora van a soltar otro virus o a inyectarnos no se sabe qué sustancias-. Hay quien compara la duración de esta vida a lo que un cerillo encendido, y así es si se le compara a la eternidad.

Una amiga me decía: “He cometido muchos errores… No le encuentro sentido a mi vida”. Y es que nunca se ha interesado por la vida espiritual. Se trata de tener una vida llena de amor, de conocer lo Bueno, lo Bello, lo Hermoso, lo que no es de esta tierra, pero está en ella para acompañarnos. El amor que nos falta, Dios quiere derrocharlo en nosotros. El Señor hace una entrega total de su Persona a nosotros, en la Eucaristía. ¿Y qué espera de nosotros? Correspondencia a su amor, agradecimiento y saber encontrarlo en nuestra vida ordinaria, en lo que nos gusta y en lo que no nos gusta. Porque no estamos en el paraíso terrenal, estamos en un tiempo de prueba.

Estamos comprometidos hoy en la lucha más seria que el mundo ha conocido. Para ganar cualquier guerra, hay que saber tres cosas: (1) que estás en guerra, (2) quién es tu enemigo y (3) qué armas o estrategias pueden derrotarlo. No puedes ganar la guerra si simplemente dices «paz» en el campo de batalla, si peleas contra tus aliados o si usas las armas equivocadas. Estamos en plena batalla y, sin embargo, muchas mentes parecen estar en la luna, felizmente desprevenidos.

¿Y quién es mi enemigo? Un enemigo imponente: los ángeles caídos, los demonios. Y, ¿qué armas tenemos para vencerlo? La adoración de Dios en su presencia real en la Eucaristía, la devoción a la Virgen y el rezo del Rosario, la oración personal diaria, la presencia de Dios, la búsqueda de l,a reconciliación en el Sacramento del Perdón, la confianza en Jesús, que nos dice: “Sin Mí no pueden hacer nada”.

A veces los seres humanos amamos el pecado y no queremos salir de él. Y es que no nos amamos lo suficiente. Si nos amamos, queremos lo mejor para nosotros, y lo mejor es llegar al Cielo donde todo es felicidad y no hay lágrimas ni dolor ni separaciones. Y para llegar a ese lugar sólo nos pide renunciar al pecado con radicalidad, amarlo a Él sobre todas las cosas, y a los demás como a nosotros mismos. Por eso es tan importante amarnos rectamente.

Si no entendemos nada de lo que pasa en nuestra vida y en el mundo, es hora de hablar con Dios, de contarle nuestros errores y de pedirle ayuda. Él nos escucha, nos comprende, pero nos pide fe, de modo que, aunque no lo vea, sepa que existe, que vino al mundo a dar su vida por cada uno de nosotros para comprarnos el Cielo, si ponemos de nuestra parte. San Agustín nos dejó escrito: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti” (PL 38, 923).

No está mal divertirse y pasársela en grande, pero siempre invitando a Jesús a nuestra vida. ¿Cómo? Diciéndole: “Te invito a desayunar, a comer, a trabajar conmigo, a pintar, a visitar a tal persona”, etc. Y conversando con él a lo largo del día. Si viajo en coche, le digo: “Sé mi copiloto”. Si veo algo agradable, como un paisaje, decirle: “Gracias por la creación que hiciste tan perfecta… y que nosotros a veces destruimos”.

Hay quienes eligen vivir la vida divirtiéndose y desentendiéndose de lo realmente importante que es tratar a Dios, enamorarse del Creador y luchar por ser santos e inmaculados en su presencia. Dios nos ha dado mucho y nos pide poco: Nos pide no ser promiscuos, cuidar el alma y el cuerpo, cumplir el pequeño deber de cada instante, perdonar a quien nos ofende y dedicarle tiempo a Él.

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