Por P. Fernando Pascual
En el ajedrez se produce con frecuencia una situación que puede servir para comprender mejor nuestra propia vida espiritual.
Esa situación consiste en tener recursos poderosos (reina, torres, caballos…) que, al mismo tiempo, están inutilizados por bloqueos de diverso tipo: porque no tienen espacio de maniobra, o porque el adversario controla mejor los lugares clave del tablero.
En esa situación, los recursos (fichas), que están ahí, permanecen en situación de espera mientras no se abra espacio (al mover otras fichas) para que puedan desarrollar todo su poder ofensivo y defensivo.
Algo así ocurre en la vida espiritual. Tenemos un bautismo, gozamos de una inteligencia normal, la voluntad tiene buenas habilidades, cerca de nosotros hay libros y consejeros buenos.
A pesar de todos esos “recursos”, por perezas, por malos hábitos, por prisas, por errores del pasado no bien solucionados, el alma vive una extraña parálisis, casi como si no fuera capaz de poner en marcha las propias riquezas.
Para evitar ese tipo de bloqueos, hace falta una continua atención a las propias “jugadas” y a las “jugadas” del enemigo, para evitar momentos en los que nuestras mejores fuerzas pueden quedar inutilizables.
Por ejemplo, cada mañana movemos las “fichas” de nuestro tiempo. ¿En qué lo invertimos? ¿Cómo desplegamos nuestro bautismo? ¿Qué hacemos con ese Evangelio que tenemos a nuestro lado o en el móvil?
A veces, con una “movida” sencilla como la de iniciar el día con una breve oración, podemos colocar nuestras energías interiores en una buena orientación para afrontar las movidas que pueda hacer el enemigo.
El ajedrez, de este modo, nos enseña la importancia de pensar bien cómo desplegamos tantos dones que Dios nos ofrece continuamente para lograr esa victoria a la que aspiramos desde nuestra fe: la de crecer cada día en el amor a Dios y a los hermanos…