Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Existe ese conflicto constante en todos los tiempos y en todos los lugares, entre la soberanía de Dios y la soberanía del Dinero. Lo grave es que se considere al dinero como absoluto y nos convierta en súbditos: no el dinero para el ser humano, sino el ser humano para el dinero. Esto conlleva un gran desorden y un gran disparate.

Dios por sí mismo y objetivamente, tiene la soberanía sobre todas las cosas; es el absoluto en sí, es decir, quien no tiene límites por su densidad ontológica; es el ser que existe por sí y no tiene ninguna dependencia esencial.

Por el contrario, la riqueza en sí, aunque sea abundante, no es el absoluto; el ser humano puede cometer el gravísimo error de darle esa categoría de ‘dios,’ llevándolo al nivel de ídolo; el ser humano es relativo para dar lo que no tiene, es absurdo.

De suyo la persona humana es un ‘ser en recepción’; Dios le da su ser y consistencia. Dios debe ser su única y preponderante riqueza. Esto conlleva vivir la verdad de creatura, de una existencia dependiente.

La riqueza puede atrapar el corazón humano y quedar fascinado de lo efímero. Tener el corazón de pobre conlleva a tener el corazón libre.

Mammona, el dios de la riqueza, cuyo origen es fenicio y en su connotación aramea, el término se derivaría posiblemente de ‘amán’, que hace referencia a ‘la confianza’; en la práctica es poner la confianza existencial en el dinero o en las posesiones.

Jesús pone alerta sobre el mal uso del poder y del dinero. Ya en Lucas 4,5-8 en el capítulo de las tentaciones, el Demonio le ofrece darle todo el poder y el esplendor de los reinos, porque le han sido entregados, y los da a quien quiere. Todo será de Jesús si se postra delante de él, es decir, si lo adora; la respuesta de Jesús no se hace esperar; ‘Dicen las Escrituras: Adorarás al Señor, tu Dios, y solo a él darás culto’.

Las riquezas suscitan la codicia y la maldad (Lc 16, 9); por eso, Jesús instruye a sus discípulos de manera que los bienes sirvan para la salvación.

Acumular riquezas de modo egoísta, deshumaniza a la persona y la aleja de Dios; la riqueza le va exigiendo sumisión absoluta. Por eso ‘es imposible servir a Dios y al Dinero’ (cf Lc 16, 13; Mt 6, 24).

La pena principal es depositar la seguridad y la felicidad en los bines; creemos, a veces, que el dinero da la felicidad y corremos el riesgo de perderla irremediablemente. Se es esclavo de las cosas que le impiden esa plena felicidad, del corazón y del alma.

Si se tiene la conciencia de ser hijo de Dios Padre, entonces se debe considerar a los demás como hermanos y, por tanto, estar abiertos a la solidaridad.

El dinero en sí no es injusto, pero puede cegar al ser humano por el egoísmo y en los procedimientos injustos e inmorales para adquirirlo.

El Papa Benedicto XVI, afirma que ‘la doctrina social católica ha sostenido siempre que la distribución equitativa de los bienes es prioritaria. El lucro es naturalmente legítimo y en una medida justa, necesario para el desarrollo económico ‘(Castel Gandolfo, 23 Sep. 2007).

San Juan Pablo II en su encíclica ‘Centésimus Annus’, nos dice: ‘La moderna economía de la empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad personal, que se expresa en el campo económico y en otros campos’ (nº 32). Pero se debe tener cuidado y prudencia porque ‘cuando predomina la lógica del lucro aumenta la desproporción entre ricos y pobres y una dañosa explotación del planeta’, sentencia el mismo Benedicto (Ibidem).

Los bienes materiales se han de considerar dones de Dios; pero es necesario estar alerta sobre las injusticias, sobre el endurecimiento del corazón y el peligro nefasto de la ‘idolatría’. Dios no ama la pobreza injusta que es impuesta; la miseria es un insulto a la dignidad de los hijos de Dios y a Dios mismo, quien nos ofreció a todos los humanos los bienes de la Creación. No se puede justificar el capitalismo salvaje ni el comunismo impuesto. Es necesario salvaguardar la dignidad individual de la persona y la comunidad de personas, a las cuales se orientan los bines comunes. Tampoco es admisible la pereza. ‘El que no trabaja que no coma’ sentencia san Pablo. Por supuesto es necesario crear instituciones para ayudar a los más vulnerables, como enfermos, miserables, migrantes y ancianos, sobre cualquier obra faraónica que comporta omisiones y lesiones humanas gravísimas. La persona es superior a las cosas; la persona ‘en cierto modo es todas las cosas’, -homo quodámodo omnia, en la línea aristotélico -tomista.

No podemos olvidar que las supremas riquezas son los dones del Reino de Dios, concedidos a través de su Hijo ‘la Palabra y los consuelos’, ‘su gracia y su bondad’ (Ef 2,7).

San Pablo ( 1 Tim 6, 17) condena el apego a la riqueza: ‘ A los ricos de este mundo mándales (Timoteo) que no sean altaneros ni pongan su esperanza en algo tan inestable como la riqueza, sino en Dios, quien nos provee con gran riqueza de todo para que lo disfrutemos’.

El Señor Jesús, pide que la riqueza se ponga al servicio de los necesitados (Mt 19,21; Lc 1, 33).

Los ricos no deben apegarse a las riquezas, sino deben ser solidarios con los pobres.

El rico será más feliz compartiendo sus bienes con los necesitados (Hech 20, 35).

Finalmente, san Pablo nos comenta que ‘Cristo, siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza’ (2 Cor 8, 9); es decir, nos ha enriquecido con su amor de entrega total, porque solo así poseeremos su ‘riqueza’ que le corresponde como Hijo del Padre, pues comparte su ser divino de Hijo con nosotros.

Imagen de Gabriel Simon en Pixabay

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