Por P. Alejandro Cortés González-Báez

Hace años viajé a la ciudad de León, Guanajuato, abordando un autobús desde la Ciudad de México. Al subir, observé que el vehículo estaba casi vacío, lo que me hizo pensar que podría leer a gusto durante horas, y en ello estaba cuando apareció en la puerta un hombre alto, moreno, fornido, de bigote, vestido de traje y corbata, quien con calma, recorrió su mirada entre los pocos pasajeros, y sin más, se dirigió a mí preguntándome: ¿Es usted sacerdote?

He de aclarar que no me extrañó que hiciera esa pregunta pues suelo vestir con ropa clerical. Por lo que confirmé su astuta deducción: Si señor, para servirle. Ante lo cual él continuó diciendo: Pues usted y yo haríamos una buena pareja. Pensé contestarle: Perdone usted, pero yo no bailo con desconocidos, sin embargo preferí preguntarle: ¿Porqué? y él respondió: Soy policía, mientras abría su saco enseñándome una pistola.

Después de esa poco común presentación, me preguntó si tenía inconveniente en que se sentara junto a mí y le respondí que por supuesto, pues para ser sinceros siempre me ha gustado la aventura, sobre todo si viene armada. Así pues, dio inicio una amena conversación y una larga y grata amistad.

Aquella era la primera vez en su vida que mi nuevo amigo platicaba con un sacerdote. Indudablemente estaba yo junto a un hombre práctico, pero también ante un ser humano acostumbrado a usar la inteligencia. No era un patán, ni un asesino con placa oficial. Era, en el estricto sentido de la palabra, un profesional.

En su existencia no todo había sido fácil, ni grato. Por ejemplo, en una ocasión me contó que había perdido el control cuando le asignaron la captura de un vendedor ambulante, quien vendía en la puerta de las escuelas secundarias: jícamas, naranjas, pepinos… pero “con droga”, y éste era su verdadero negocio. Cuando dio con él, (aquí le cedo la palabra): “Le pegué hasta que se me cayó la pistola de la mano”.

Por hechos como éste, me dio gusto saber del propósito de exigir, a los aspirantes a la policía judicial, la carrera de Leyes. Pero tratemos de ser objetivos para no caer en la ingenuidad de pensar que un título de abogado, o unos cursos de Ética en la academia de policía, bastarán para sustituir por completo la jerarquía de valores de unos adultos que se desempeñan en ambientes llenos de sobornos, extorsiones, compadrazgos, privilegios, omisiones y silencios encubridores.

La Ética; el espíritu de servicio; el amor a la verdad y a la justicia; se maman junto con la leche materna, es decir, se aprenden en el hogar. Por lo tanto, si queremos una mejor impartición de justicia, orquestada por funcionarios públicos en todos los niveles; al igual que empresarios con una sincera preocupación social; además de jefes de compras en todas las empresas que no privilegien a los proveedores que les den sus regalos; ni medios de comunicación que lucren con las miserias humanas, el escándalo y la pornografía; lo mismo que secretarias y enfermeras honestas y respetuosas…; habrá que seguir insistiendo en el hogar por fomentar las sanas virtudes, empezando por el ejemplo de los los padres.

www.padrealejandro.org

Imagen de Igor Ovsyannykov en Pixabay

Por favor, síguenos y comparte: