Por P. Fernando Pascual
Hay momentos en los que se acumulan las contrariedades: semanas de sequía, incendios en los alrededores, subidas de precio, tensiones en el trabajo, disgustos en familia.
En esos momentos, quisiéramos experimentar algún alivio, consuelo, apoyo, para levantar la cabeza más allá de las dificultades y animarnos a seguir en la lucha.
Momentos de alivio llegan por sorpresa, cuando la llamada de un compañero de trabajo nos avisa de que va a haber una subida de salarios y una mejor distribución de tareas entre los empleados.
Otras veces llegan tras un aviso: el servicio meteorológico explica que en las próximas horas llegará esa lluvia que todos anhelamos.
Al recibir un alivio, experimentamos algo parecido a la ligereza: el peso es menos molesto, la vida vuelve a mostrar aspectos de belleza.
Quizá algunos problemas serios siguen ahí, como una amenaza de tormenta que puede estallar en cualquier momento y causarnos daños más o menos serios.
Pero al menos pudimos ensanchar el corazón, encontrar una pausa de alegría, para mirar con nuevos bríos el presente y el futuro que se abre ante nosotros.
Entre los momentos de alivio destacan aquellas ocasiones en las que pudimos abrirnos a Dios, reconocer su acción en la propia vida y en la vida de la humanidad.
Recordamos aquella hermosa invitación de Jesucristo: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,28 29).
Sí: el alivio más completo, el consuelo que levanta nuestro corazón, está en ese Dios que caminó junto a su pueblo, que reveló el rostro del Padre, que ofreció misericordia, y que nos recordó que a cada día le basta su afán… (cf. Mt 6,34).
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