Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Pensar que se tiene derecho a todo sin ninguna obligación, no es sano; evidencia una educación deficiente. Genera egoístas condenados a la infelicidad y a dañar a otras personas y a su propio entorno.

Quien considera que la vida y la misma condición de persona lleva al punto de partida originario de ser ‘seres en recepción’ desde la misma esencia y existencia, que todo ha sido don, se pone de manifiesto ante todo que la vida es un don recibido y que estamos permanentemente recibiendo dones, verdaderos regalos.

La fe cristiana proclama, porque constata la misma experiencia de que todo es don, es gracia. Se entiende que el amor y el perdón, son dones desplegados en la persona, que superan todo juicio; por supuesto que se evidencian extraordinariamente en los milagros de sanación realizados por Jesús y por su mediación por los santos.

La gracia como don es algo previo a nuestra propia respuesta; respuesta que implica también la gracia, acompañante y subsiguiente. Respuesta humilde y sincera que la denominamos con la misma palabra del don ‘gracias’. Palabra honda y que señala el gran tesoro del corazón, la gratitud.

La gratitud parece ya ausente de nuestros horizontes humanos y afectivos. Se pone fuera la grandeza de Dios y su bondad inconmensurable, fuente de todos los dones. No tiene lugar el ‘Magníficat’, el himno de la gratitud y de la alabanza, de la Santísima Virgen María, -vivido por el alma más pura, más humilde, con ausencia de todo problema psicológico.

Tener el corazón lleno de gratitud, hacia los humanos, los cercanos, puede constituir un gran paso para reconocer los dones de Dios.

Diez leprosos fueron curados en el camino mientras se dirigían para cumplir con el ritual de presentarse ante el sacerdote, -según la ley de Moisés (cf Lc 17, 11-19); pero solo uno, un samaritano considerado extranjero y despreciado, regresó saltando de gozo, para darle gracias a Jesús; Jesús pregunta por los otros nueve que no regresaron para reconocer el don de la sanación dado por el mismo Jesús. El samaritano se ha curado porque tuvo fe: ‘tu fe te ha salvado’. Creyó a la palabra de Jesús y por eso lo reconoce como la fuente de su salud y principio de su alegría y de la vuelta a la comunión con sus hermanos.

La ingratitud es una lepra contagiosa que corroe el alma por el egoísmo, que llena de amargura y de tristeza.

Ser sanados en nuestro interior, porque reconocemos los dones de Dios, trae como consecuencia la alegría de la vida y la alabanza de gratitud a Dios Dador de todo bien.

Ser agradecidos por los dones de la creación, el agua, el sol, la luna, las estrellas, las montañas, los animalitos, los niños bullangueros.

Darle gracias a Dios por las creaciones de los artistas, de los ingenieros, de los campesinos, de tantos hermanos nuestros, que nos alegran la vida y nos permiten hacerla más llevadera. Cómo no dar gracias por los dones de nuestra propia condición de personas, dones de naturaleza y de gracia divina: la redención, nuestra pertenencia a la Iglesia de Jesús, la progresiva santificación, los dones maravillosos de los sacramentos, nuestra familia, nuestros sacerdotes, nuestros amigos; tantos dones de carácter histórico, natural o sobrenatural, cuya fuente mediata o inmediata es Dios Creador, Dios Redentor y Dios Santificador.

La consideración ponderada y gozosa de los dones y gracias de Dios, nos tiene que llevar a cantar con la oración de alabanza y gratitud: ‘Demos gracias al Señor nuestro Dios, -es justo y necesario…’ en los prefacios de la misa.

Así podremos hacer nuestro el ‘Magnificat’ de María Santísima: ‘Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador porque ha mirado la humillación de su esclava…’ (Lc 1,46-48); así podemos hacer nuestras las palabras de Kierkegaard , ‘todo el que de verdad quiere tener relación con Dios y frecuentarlo no tiene más que una sola tarea: la de estar siempre alegre’.

Quien alaba, glorifica y da gracias al Señor, muestra una alma sana, un corazón alegre y llameante de amor.

De aquí que la Eucaristía, -eujáristain-acción de gracias, pueda ser el centro, la fuente y el culmen de toda nuestra vida.

Ante tantos males que hieren el alma y enturbian el horizonte, más allá de mentalidades críticas amargadas, de proclamar solo lo negativo, como ciegos para la luz, hemos de llevar nuestra vida sanada por Jesús, con una mirada gozosa, llena de entusiasmo.

Hemos nacido para alabar, glorificar a Dios, y ser felices en la comunión con él y con los hermanos, los humanos.

Jesús nos puede ofrecer una ‘iluminación afectiva’; su sanación iluminativa puede penetrar las zonas del subconsciente humano; puede ofrecernos los sentimientos o la afectividad plena de su ternura, cuya fuente sobrenatural es Él, aunque estén presentes algunas veces situaciones de aridez y purificación.

La salud interior se manifiesta en la gratitud, en la alabanza, en la alegría; es obra de la gracia sanante de Cristo y de la disposición receptora nuestra.

Imagen de Lucas Vieira en Pixabay

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