Por P. Fernando Pascual
El pecado nos aleja de Dios y rompe relaciones con los hermanos. Es un drama, un sinsentido. Una vez que entra en el corazón nos daña gravemente.
Tras el pecado, puede haber muchas reacciones. Unos, tristemente, buscan justificarlo con argumentos inútiles y falsos. Otros caen en una pena malsana, como si hubieran fracasado en la vida.
La actitud correcta, desde la ayuda de la gracia, nos permite reconocer el pecado y acercarnos, cuanto antes, a Dios, para que nos acoja y nos ofrezca el gran don de su misericordia.
Ese acercamiento a Dios puede iniciar cuando nos ponemos de rodillas ante un crucifijo, o entramos en una iglesia, y pedimos misericordia, como el publicano que rezaba en el templo (cf. Lc 18,9-14).
Luego, el corazón consolado por la ternura de Dios estará listo para recibir plenamente la misericordia en el sacramento de la penitencia, como tantos millones de hombres y mujeres que lo celebran llenos de alegría.
Es posible, siempre, acercarse a Dios tras el pecado. Experimentaremos, así, lo que tantos pecadores, ya en la vida de Cristo, encontraron: acogida, escucha, misericordia, esperanza.
Un pecado no debería empujarnos a tristezas equivocadas ni a desesperaciones. Todos tenemos la posibilidad de recibir el perdón de Dios, porque Dios ama a todos.
Dios Padre nos ve unidos a su Hijo. Nos acoge en la cruz que borra el pecado del mundo. Nos abraza cada vez que regresamos a casa y le pedimos perdón. Hace fiesta, con los ángeles, porque es un Padre que nos ama…