Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
La vida ordinaria nos ancla a la inmanencia; parece que la finitud es nuestro único horizonte. No hay más y ni hay tiempo para pensar en algo más allá de esta vida, de poseer de manera permanente el sentido de trascendencia.
Los problemas nos abruman; intoxican tantas opiniones y puntos de vista como si el presente fuera lo único; el pasado un museo, el futuro se contempla incierto y el presente ofrece horas inaguantables y a veces son ocasión de evasiones enfermizas, para olvidar y no pensar.
Como una loza pesada cargamos los problemas familiares, los problemas nacionales e internacionales; e incluso, ciertos desajustes en el caminar de la Iglesia.
Parece que la esperanza se asume debilitada y pronta a desaparecer. Incierto el día del mañana.
Cuando se organiza un viaje, se piensa en el momento feliz de encontrarse en situaciones nuevas: visitar un familiar, amigos entrañables, ciudades increíbles, pueblos maravillosos, obras de arte, las sorpresas inesperadas, etc. Los preparativos del viaje, parecen ligeros. Lo que importa es disponerse, arreglar lo conducente y emprender el camino. Rezuma la alegría, los tiempos nuevos y los espacios singulares del gozo posible de los encuentros.
La vida humana es un viaje; caminamos hacia el encuentro gozoso y feliz con la fuente del ser y de la vida; la plenitud de la verdad, del gozo, de la belleza y del amor, singularizados y personalizados en Dios mismo, principio y término de nuestro viaje esencial y existencial.
Caminamos hacia el ‘Cielo’, término analógico que implica una realidad inimaginable como lo indica san Pablo a en su 1ª Carta a los Corintios respecto a la ‘vida eterna’ en Dios; una realidad ‘lo que el ojo nunca vio, ni el oído jamás escuchó, ni por el corazón humano pasó, Dios lo preparó para quienes lo aman’ (1Cor 2, 9).
La postura de los saduceos aristócratas del tiempo de Jesús, cuya vida es el bienestar en el más acá, -como el de muchos hoy, se ríen de una vida después de esta vida y sobre todo de la resurrección (Lc 20, 27-38). Vidas frívolas que ridiculizan la fe en la resurrección.
Nuestro Dios, no es un Dios de muertos; para él todos viven. Su amor es más fuerte que la misma muerte; su obra más allá de todo cataclismo, habrá de florecer; la Creación entera aguarda su liberación plena en la Parusía del Señor. Habrá un Cielo nuevo y una Tierra nueva como nos enseña el Apocalipsis, de modo que ‘toda la creación está destinada a convertirse en recipiente de la magnificencia divina. Toda la realidad creada se vincula a la bienaventuranza celestial’, como nos enseña el excelente teólogo y magnífico Papa, Joseph Ratzinger, ahora Obispo emérito de Roma.
El deseo de vivir permanentemente, a pesar de la zancadilla de la muerte, al ser un deseo natural, no puede ser vano, como enseña Santo Tomás de Aquino. Nuestro espíritu pervive, aunque nuestro cuerpo biológico, muera.
En Jesús y por Jesús, aguardamos la resurrección de nuestro cuerpo, porque somos espíritus encarnados, unidad de cuerpo y alma; ese es nuestro ser completo.
Lo más pleno de todo ser humano es amar y ser amados por siempre; esa es la orientación esencial de toda persona humana.
El amor total e infinito será en Cristo resucitado y resucitados con él, por él y en él, completos alma y cuerpo, por toda la eternidad.
El gozar del ‘Cielo’ tiene necesariamente una relación con Cristo; él nos ha dado ese lugar en el ser mismo de Dios, como lo afirma Rahner. Es algo individual y personal que tiene su causalidad histórica en el Misterio Pascual de Cristo, en su muerte y resurrección y tiene su culminación en su glorificación, resucitado junto al Padre. En él y por él tenemos y tendremos en Dios uno y trino esa inmediatez inefable. Por Cristo Jesús, Dios será todo en todos los redimidos. Aquí se ubica la comunión de los santos; todos coexistimos por Cristo en Dios.
Dios nos plenifica a cada uno de manera total: su ser divino, su amor eterno, su felicidad, su gozo, su descanso, la vida de su Vida; es un ‘banquete’ donde él mismo es el ‘Manjar’, es una fiesta donde él mismo es la ‘Fiesta’. Mutuo amor, mutua caricia, abrazo paternal, filial y fraternal en el mismo Espíritu de Amor, principio del Amor intecomunional.