Por Felipe Monroy*

Hay que decirlo con solemnidad y esperanza como a él le hubiera gustado: el pasado 17 de diciembre volvió a la Casa de Dios -ese hogar místico que intuyó en su mirada y corazón para compartirlo en su inagotable creatividad- fray Gabriel Chávez de la Mora, monje benedictino, tapatío universal y arquitecto litúrgico que redefinió los espacios celebrativos de la catolicidad mexicana.

Hablar de las aportaciones artísticas y arquitectónicas de Chávez de la Mora requeriría varios tomos enciclopédicos -y seguro se harán- pero ninguno de ellos sería realmente justo sin la dimensión católica, espiritual y religiosa, del fraile que recibió el Premio Nacional de Arquitectura en 2021 y un doctorado Honoris Causa por parte de la Universidad de Guadalajara donde a los 18 años comenzó sus estudios -en ingeniería civil primero y en arquitectura después- la cual le dio oportunidad de intuir y expresar esa privilegiada mirada sobre los espacios celebrativos de los fieles católicos de la segunda mitad del siglo XX y de los destellos del tercer milenio.

Con sólo sus aportaciones a los espacios litúrgicos de la catedral de Cuernavaca, la Basílica de Guadalupe, el vitral del Santuario de los Mártires en Tlaquepaque y la capilla vaticana a la Virgen del Tepeyac bastaría para inscribir su nombre entre los arquitectos más importantes de México; no obstante, su tesón e infatigable servicio puede hoy verse en un centenar de proyectos litúrgicos concretados en todo el país y en varias naciones: Colombia, Guatemala, Francia, Estados Unidos, Canadá, España, Italia, Costa Rica y Brasil.

Pero además, no exagero al afirmar que, su influencia indirecta puede apreciarse en el 90% de los templos católicos mexicanos y en no pocos latinoamericanos de las últimas dos décadas. En 2021, en este espacio escribí al respecto: “Por ejemplo, su tipografía -diseño de letras y números molde- es hoy utilizada prácticamente en cada recinto religioso mexicano y varios latinoamericanos. Al igual que sus proyectos monumentales, la simpleza de los trazos tipográficos tienen algo de antediluviano, proto-divino: Como si el índice de Dios trazara sobre el barro antes de crear al hombre: sólido, simple y, por qué no decirlo, casi irreflexivo”.

Tuve fortuna de coincidir y ver trabajar a fray Gabriel en varias ocasiones; le di seguimiento especialmente a un proyecto arquitectónico que no logró concretarse: la capilla de Nuestra Señora de Guadalupe Ipalmenohuani que daría servicio a la Central de Abastos de la Ciudad de México. Entre 2009 y 2011 se trabajó un espacio de ‘celebración y encuentro’ como lo definió fray Gabriel; un complejo parroquial que incluiría un templo, un atrio interno, salones, oficinas y espacios de oración, diálogo y tránsito. También reacondicionó los espacios de la capilla en las oficinas de comunicación social donde trabajé y a lo largo de todas las entrevistas realizadas con creadores de arte religioso y litúrgico siempre era mencionado como un maestro y la consolidación de todo un estilo artístico.

Tenía una mirada alegre, casi infantil, cuando mostraba sus planos y maquetas de trabajo; se permitía sorprenderse permanentemente por la belleza creadora y creativa. Y, sin embargo, su mente trabajaba con la complejidad que sólo los espacios litúrgicos exigen a sus arquitectos porque las dinámicas celebrativas y orantes se piensan en años, décadas y centurias. Pero también, fray Gabriel intuyó en el arte, antes de los años 60, la revolución eclesiástica del catolicismo del siglo XX y consagró su obra a dicha intuición que hasta bien entrados en el siglo XXI el propio papa Francisco confirmó: la Iglesia católica posconciliar debía ser simple, sencilla, verdadera, auténtica, económica y austera. Cada trabajo de fray Gabriel refleja esta convicción.

Como el resto de creadores arquitectónicos, sentía una fascinación por la luz natural; pero, a diferencia de aquellos, fray Gabriel sabía que su composición era más que un fenómeno de la materia, era el abrazo místico (cálido y eterno) del Creador sobre su creación. No pocas veces le escuché comentar que sus espacios religiosos querían ser oportunidades históricas donde la humanidad pudiera insertarse en la plenitud del Misterio Divino. Esa era su visión y su energía que le llevó a orar y trabajar hasta el último día de su vida. De hecho, fray Gabriel falleció a los 93 años mientras rezaba la liturgia de las horas y con una decena de proyectos arquitectónicos sobre su mesa de trabajo.

La última vez que coincidí con fray Gabriel fue en un banquete en la Basílica de Guadalupe, compartimos mesa y no pude dejar de admirar cómo el arquitecto de Dios se permitía fascinarse casi por todo, excepto por la política: —¿Por qué?– le pregunté. “No sé. Me parece un poco fugaz”, dijo y sonrió ampliamente como siempre.

Que descanse en paz.

*Director de VCNoticias.com

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