Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
El tiempo de espera suele contarse como un tiempo perdido. El que espera desespera, decimos resignados. No nos gusta esperar, máxime en el vértigo de la vida actual. Y no falta en eso razón, por las exigencias de la vida que no queremos, sino que nos la imponen. Somos víctimas de la desesperanza política y mercantil.
Pero la Iglesia tiene la audacia de ofrecernos un motivo suficientemente alentador para darle un sesgo no sólo positivo sino gozoso a la espera si miramos, no el tiempo transcurrido, sino aquello que esperamos. Del objeto esperado depende el significado de nuestra espera. En efecto, la recién inaugurada liturgia del Adviento nos invita a la espera de la gozosa venida de nuestro Salvador y Señor Jesucristo. Esperamos no algo, sino a alguien, a una persona, y esa persona es nada menos que nuestro Salvador Jesucristo.
Jesucristo es el objeto y término de nuestra espera. Él es nuestra Esperanza. Y esto en un doble sentido: En su primera venida, en la carne, como Esperanza cumplida según las promesas hechas por los profetas al antiguo Israel. “Nuestros ojos han visto a su salvador”, cantaba el anciano Simeón meciendo al pequeño en sus nudosos brazos y cumpliendo su misión. Ahora, la Iglesia, el nuevo Israel, está en espera de la gloriosa venida de Nuestro Señor Jesucristo, rodeado de sus ángeles con poder y majestad. La esperanza ya cumplida a Israel garantiza el cumplimiento de la aún no realizada a los cristianos. La persona del Salvador, venido primero en carne mortal y ahora esperado en poder y gloria, son el centro del tiempo litúrgico de espera, el Adviento.
En todo este ir y venir de nuestra historia humana y portadora de salvación, nos encontramos con personajes y símbolos variados para esclarecer tan sublimes misterios. Personajes como los profetas del antiguo Testamento como Isaías, o como Juan el Bautista ya a las puertas del Nuevo; luego los actores privilegiados el recién nacido, Jesús el esperado, su madre María, el providente Señor san José; los pastores, los reyes de Oriente y hasta el indeseado Herodes, adornan con su presencia tan singular acontecimiento.
Fuera del contexto estrictamente bíblico, la piedad popular ha embellecido e inculturado estos sublimes misterios en diversos lenguajes populares de altísimo valor pedagógico y cultural, como son las Posadas, que, con un dejo de buen humor, nos hacen acompañar a María y a José en la búsqueda de una posada como ahora, siempre negada, pero que sirvió para dar al pesebre y a las bestias un lugar privilegiado para acoger a Dios. Las Pastorelas, invento genial de los misioneros, dramatizan estos momentos que, con el quebradero de piñatas, mitigan el drama y alegran y adoctrinan a un tiempo a los creyentes en potencia. Tesoros de fe y de cultura, supervivientes lastimeros en el alma popular, dejados al manejo grosero de comediantes y bufones.
Esto, en una palabra, es todo un acontecimiento festivo en tono agridulce –misterios gozosos-, dada la audacia que esta aventura significó para el plan de Dios de venir a poner su morada entre nosotros. Rechazo que entonces encontró entre los suyos y que ahora no sólo es del mismo calibre sino peor, agravado por el mal agradecimiento y el desamor. Adviento, tiempo de espera, tiempo perdido para la banalidad, pero tiempo de gracia y salvación para los creyentes que abren su corazón y sus hogares a la presencia adorable del Salvador.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de diciembre de 2022 No. 1430