Por Joaquín Antonio Peñalosa

-¿Por qué usted anda tan mal vestido?

-Porque no quiero que me confundan con mi vestido. Así contestó el hombre de ciencia más genial de nuestro tiempo, el estadounidense Albert Einstein (1879-1955), el famoso autor de El significado de la relatividad y padre de los descubrimientos atómicos, que destinó el importe de su Nobel de Física a obras benéficas. Los genios casi siempre son humildes; pero los imbéciles son siempre ostentosos.

Si la ilegitimidad de la riqueza es ya de por sí un pecado que atenta contra el orden social y el bienestar común, la ostentación de la riqueza es un segundo pecado que a la injusticia añade vanidad.

En medio de un mundo de pobres, a nadie le es permitido absolutizar el valor de los bienes materiales, sino cultivar la seriedad contra la frivolidad, el uso moderado de las comodidades y la austeridad de vida, sin la cual no es posible la maduración humana ni el mantenimiento de la supremacía del espíritu sobre la materia.

Esta austeridad de vida no es nada fácil que la consiga una persona o familia acomodada, puesto que se halla inmersa en una sociedad de consumo en la que priva el tener sobre el ser, en medio de una publicidad que crea necesidades innecesarias de lujo y superabundancia, y tentada por un demonio de rivalidad que la obliga a no dejarse ganar en comodidades y bienes superfluos por los vecinos y amigos.

Todo este mundillo dispendioso y orgulloso de su despilfarro exhibicionista está en contraste con el mundo de los pobres, que no son sino la pura austeridad, el ayuno, la privación, el desempleo, las carencias, el “no hay”, el “no alcanzamos”, el “no tenemos”.

Si los pobres practican necesariamente la austeridad, lo menos que puede pedirse a los ricos es que la practiquen voluntariamente. Porque la ostentación de la riqueza es una bofetada a los desposeídos, un motivo de escándalo, incluso una circunstancia de sorda irritación. “La desgracia de los pobres es ver la felicidad de los ricos, escribió el Dr. Henry Amoroso; pero la desgracia de los ricos es no encontrarla”.

La austeridad no es menos necesaria para quienes ostentan el poder y ejercen cualquier cargo público. El olfato del pueblo es tan fino y sus ojos tan entre microscópicos y telescópicos que en seguida se percatan si las autoridades malgastan en viajes, banquetes, vehículos, guardaespaldas y obras meramente suntuarias sin proyección social. “Algunos hombres ponen en sus vehículos tanta ostentación como gasolina”, escribió Daninos. Cuando los gobernantes se proclaman, por convicción o por ideología, defensores de los pobres, de los débiles y marginados, esta contradicción entre sus dichos y sus hechos ostentosos sería mucho más grave y escandalosa.

Más que nunca es indispensable ahora dar un tono de seriedad a la vida, usar moderadamente de los bienes materiales y compartirlos con los demás, sin concesiones a la frívola ostentación que irrita y produce un nuevo malestar en los que apenas pueden sobrevivir, a riesgo de que una sociedad injusta y consumista produzca un verdadero trastorno social.

Publicado originalmente en El Sol de San Luis, 14 de enero de 1989.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 1 de enero de 2023 No. 1434

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