Por Raúl Espinoza Aguilera
El intelectual André Frossard (1915-1995) fue un escritor y periodista francés conocido internacionalmente. Era hijo de uno de los fundadores del Partido Comunista de Francia, Louis-Oscar Frossard, quién fue líder de ese Partido por 31 años.
Como es lógico, André era comunista por la influencia atea de su madre y la militancia marxista de su padre. Cuando Alemania invadió el país galo fue detenido y encarcelado porque su padre era de origen judío. Tras su liberación, se incorporó a la Armada francesa. Anteriormente había prestado sus servicios a la Resistencia. Todo ello le valió para que el general Charles de Gaulle lo condecorara con la medalla de la “Legión de Honor”, al finalizar la Segunda Guerra Mundial.
Trabajó como redactor jefe de varios semanarios y fue columnista del prestigioso periódico Le Figaro. Además, publicó un buen número de libros. En esa época, París era la gran metrópoli del arte vanguardista. Pero como consecuencia de las dos tremendas guerras mundiales, hubo una gran efervescencia de corrientes existencialistas como fue el caso de Martin Heidegger (1889-1976), quién consideraba que el hombre es un “ser-para-la-muerte” y que vivía en una particular orfandad al ser arrojado a un mundo inhóspito y agresivo. Por otra parte, el filósofo francés Jean-Paul Sartre (1905-1980) considera que el hombre es “una pasión inútil” y que “el verdadero infierno son los demás”.
No podía faltar en ese panorama, el “pansexualismo” proclamado por el psiquiatra vienés, Sigmund Freud (1856-1939), quien consideraba que la mayoría de los trastornos psíquicos tienen su origen en la “represión sexual” y, para solucionar esto, propone dar rienda suelta al sexo sin importar sus consecuencias ni los daños que provoque.
En todo este remolino de ideas confusas, fue el ambiente ideológico en que se movió André Frossard. De pronto tuvo un súbito encuentro con Dios. Un amigo suyo le pidió que lo encontrara en la capilla de la Adoración Reparadora de París. André, puso una condición: él no entraría a ese sitio con su amigo, sino que lo esperaría afuera. El amigo se demoró en salir. André se impacientó y decidió entrar a buscarlo. Escuchó que unas monjas cantaban, pero el joven André no sabía ni entendía nada de todo eso porque era un mundo que le resultaba totalmente desconocido. Pero de pronto, Dios le tenía preparada una sorpresa: vino a su mente, con particular fuerza, la frase “¡vida interior!”, a la que él -por ser marxista- se oponía rotundamente.
En ese instante, sintió una avalancha de luz que le fue aclarando -una por una- sus dudas de fe. Era una iluminación silenciosa que le permitió experimentar con una fuerza arrolladora que Dios era su Padre y además que lo amaba con inmensa ternura.
Su corazón -hasta antes, completamente cerrado al Espíritu- experimentó una importante transformación y simultáneamente sintió una inmensa alegría que no la olvidó jamás.
A raíz de esa íntima experiencia, escribió su conocido libro Dios existe, yo me lo encontré (1969). Recuerdo que cuando vi esa publicación en una conocida librería, me pareció tan atractivo el título e interesante su contenido, que lo adquirí de inmediato. Y al poco tiempo, se convirtió en un best-selller.
Mantuvo gran amistad con el Papa Juan Pablo II y, sobre él escribió los libros El camino de la Cruz, en el Coliseo con el Papa (1986) y Retrato de Juan Pablo II (1988). En 1987 fue elegido miembro de la Academia Francesa y es considerado como uno de los
intelectuales católicos de mayor prestigio y un converso a la fe realmente ejemplar.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de febrero de 2023 No. 1441