Por P. Fernando Pascual
Las autoridades tienen, entre otras, una tarea sumamente importante: elaborar leyes y normativas que sirvan para promover el bien común.
Ocurre, sin embargo, que algunas de esas leyes son equivocadas, o favorecen a algunos a costa de dañar a otros, o son simplemente demasiadas.
En efecto: hay situaciones en las que un exceso de leyes llega a asfixiar la vida de las personas y los grupos.
Basta con tener presentes las numerosas leyes y normativas sobre la seguridad en los edificios, sea para uso habitacional, sea para actividades de grupo.
Quienes trabajan en la edilicia tienen que respetar las reglamentaciones que han sido establecidas, y no pocas veces perciben que seguir tantas normas parece casi imposible.
También a nivel particular las personas se ven afectadas por un sinfín de normas y leyes: para pagar impuestos, para revisar los cables de la casa, para recoger la basura, para los tipos de líquidos que pueden usarse a la hora de limpiar la ducha…
Cuando se llega a un uso excesivo de la ley, se provoca el efecto contrario al que la ley debería orientarse: se daña la vida pública, se limitan las libertades hasta extremos abusivos, se genera un sentido de opresión que impide poner en marcha proyectos sanos.
Es cierto que el mundo moderno, con sus tecnologías y su bienestar, tiene que ser regulado para evitar riesgos a las personas, a los grupos, al ambiente. Pero también es cierto que un abuso en las normativas genera daños, sobre todo cuando hace casi imposible realizar los proyectos existenciales.
Por eso, a la hora de establecer leyes y normativas, los gobernantes necesitan evaluar qué ámbitos de la vida humana necesitan una buena reglamentación, y cuáles funcionan eficazmente cuando se deja a las personas ese legítimo espacio de libertad con el que puedan orientar sus vidas hacia lo bueno, lo bello y lo justo.
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