Por Rebeca Reynaud

El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio de Dios mismo, es pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina.

Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela a los hombres, los aparta del pecado y los reconcilia y une consigo (cfr. CEC 234).

A la Santísima Trinidad no la conocieron Abraham, Moisés, David. La primera que la conoció fue María, de manera explícita. No la conocen los musulmanes ni los judíos. Tenemos la alegría de conocer el misterio de Dios en sí mismo; para esto hemos sido creados. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer, revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo (CEC n. 261). León XIII dice que para contemplar este misterio han sido creados los ángeles en el cielo y los hombres en la tierra.

La Trinidad es el principio y origen de la creación, la redención y la santificación. Hay cuatro relaciones en Dios, que se dan mediante la oposición relativa de las Personas, lo que no rompe su unidad de naturaleza: Paternidad, Filiación, Espiración activa y Espiración pasiva. Nadie comprende este misterio, pero lo podemos amar. “El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede” (CEC 253).

Al decir que Dios es Padre, la fe indica que es el origen de toda autoridad y que es bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Jesús, el Hijo, “es la imagen del Dios invisible” (Col 1,15). Antes de su Pascua, Jesús anunció que enviaría al Espíritu Santo. El Espíritu Santo es revelado así como otra Persona divina con relación a Jesús y al Padre (cfr. CEC n. 243). No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres Personas. “Dios es único pero no solitario” (Fides Damasi: DS 71).

Las relaciones trinitarias son fruto del amor y de la comunión entre las tres divinas Personas. La Trinidad es fundamento de las relaciones humanas y de cómo vivir en comunión en la familia y en la sociedad. Dios es familia, es un misterio de amor. El hombre es imagen de Dios porque es un ser para el amor.

En un Angelus Benedicto XVI explicó: “En todo lo que existe está grabado, en cierto sentido, el ‘nombre’ de la Santísima Trinidad, porque todo el ser, hasta sus últimas partículas, es ser en relación, y así, el Dios-relación, se traduce en última instancia en el amor creador. Todo proviene del amor, tiende al amor y se mueve impulsado por el amor, naturalmente con grados diversos de conciencia y libertad” (7-VI-2009).

Es necesario descubrir la presencia de la Santísima Trinidad en el alma, y aprender a gozar de ella como San Agustín, quien recuerda ese momento como uno de los hallazgos más importantes de su vida: ¿dónde te hallé para conocerte sino en Ti y sobre mí?… Y pensar que Tú estabas dentro de mí, y yo fuera; y por fuera te buscaba, y engañado me lanzaba sobre las cosas hermosas que creaste. Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo… Hasta que me llamaste, gritaste, y venciste mi sordera; brillaste, alumbraste y disipaste mi ceguera. Sentí tu fragancia, y se disparó el espíritu con el anhelo de Ti [1].

“La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad” (San Cesáreo de Arlés, CCL 103, 48).

[1] San Agustín, Confesiones, 10, 26, 37; 27,38.

 

Imagen de Andrea Don en Pixabay


 

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