Por P. Fernando Pascual
Luchamos por muchas cosas. Algunas materiales: hay que ganarse el pan de cada día. Otras espirituales: mejorar el carácter, quitar un defecto, crecer en nuestra espiritualidad.
La lucha, en ocasiones, se hace larga: no logramos avanzar, las dificultades se intensifican, la desgana y el cansancio nos empujan hacia el desaliento.
No resulta fácil seguir en la lucha cuando experimentamos el cansancio. Una voz interior surge y nos repite, una y otra vez, que no vale la pena esforzarse, que no se superará ese problema.
Sin embargo, no podemos rendirnos ante el cansancio. Hay que mantenerse en lucha para que la casa siga limpia, para continuar una terapia, para ir al trabajo, para afrontar la lista de asuntos pendientes.
Sobre todo, hay que seguir en la lucha para resistir ante las tentaciones, para levantarnos tras un pecado, para insistir en nuestra oración a Dios, en quien hemos puesto nuestra esperanza.
El cansancio puede seguir en nuestras almas, pero no podemos dejarnos dominar por él. Hay mucho que amar, hay mucho que conquistar, y la vida no se detiene.
Miramos al cielo y pedimos fuerzas a Dios. Con su ayuda y su gracia, resistiremos al desaliento, a la acidia, a la pereza, al cansancio. Mantendremos las lámparas encendidas en el combate de cada día.
Solo así, desde la lucha constante, podremos alcanzar la victoria y reinar, tras la muerte, con Cristo.
“Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono” (Ap 3,21).
Suena el despertador. El cansancio no ha cesado. Pero vale la pena un nuevo esfuerzo. Empieza un nuevo día, en el que lucharemos apoyados en Dios, que ha derramado su amor en nuestros corazones… (cf. Rm 5,5).