Por P. Fernando Pascual

Hay lamentaciones porque llueve mucho o porque llueve poco, porque hace frío o porque hace calor, porque el gobierno no hace nada o porque hace demasiado.

Hay lamentaciones en las familias y entre amigos, en el trabajo y en las vacaciones, en la prensa y en las redes sociales.

Las lamentaciones surgen por motivos diferentes: porque algo nos molesta, porque creemos que aquello era una injusticia, o simplemente porque las cosas no salen como habíamos esperado.

Muchas lamentaciones son estériles: no llevan a ningún lado. Algunas son dañinas: al lamentarnos con otros, o al escuchar las lamentaciones de otros, se genera un descontento interior, como si el mundo estuviera equivocado.

Hay lamentaciones que podrían tener alguna utilidad, por ejemplo cuando ayudan como desahogo sano, o porque nos permiten compartir las penas y esperar algún consuelo.

Pero una lamentación por desahogo queda estéril si aumenta el malestar, si no abre horizontes de esperanza, si no nos impulsa a emprender acciones para mejorar la situación.

El mundo está aturdido por lamentaciones estériles, o por lamentaciones que se difunden en un vacío de indiferencia que no ayuda a nadie y que da la sensación de que estamos sin amigos verdaderos.

Ante las lamentaciones, sería bueno preguntarnos: ¿cómo las manifiesto? ¿Qué busco al lamentarme? ¿Qué obtengo? ¿Cómo reaccionó ante las lamentaciones que escucho de un familiar, de un amigo, de un compañero de trabajo?

Tenemos en la Biblia un libro de “Lamentaciones”. Expresa las penas y los dolores de un pueblo que busca su consuelo en Dios, que pide ayuda, que necesita esperanza.

En esas lamentaciones, semejantes a las que aparecen en muchos salmos, lo importante consiste en recurrir a Dios, en abrirle nuestras penas, en tomar fuerzas para el camino.

Por eso, en los momentos de dificultad, de prueba, de dolor, cuando las lamentaciones asoman en el propio corazón, podemos pedir humildemente a Dios que nos ayude, que nos sostenga, que nos llene de esperanza.

Podemos pedirle, sobre todo, que nos conduzca a la conversión verdadera, para que le encontremos plenamente:

“¡Haznos volver a ti, Yahveh, y volveremos. Renueva nuestros días como antaño…” (Lm 5,21).

 

Imagen de Aneta Foubíková en Pixabay


 

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