Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Este siglo ha sido testigo del culto a la personalidad que se produjo en regímenes totalitarios de uno y otro signo, donde el líder político en turno recibía, como icono en su alto nicho, el incienso de la veneración, si no es que la adulación interesada.

Si los dioses griegos fueran demasiado humanos, sujetos a todas las pasiones y caídas; los hombres públicos de esta centuria albergaron la tentación contraria de ser como dioses dignos de culto y de inmortalidad. Salvo Hiro-Ito que tuvo el valor de abandonar categorías celestes como descendiente de la diosa del Sol para abajarse al silencioso mundo donde estudiaba corales, medusas y pececillos. No pocos príncipes y premiers recorren el camino inverso del emperador del Japón, según tratan de saltar de simples animales más o menos racionales a jerarquías de santones adorados por toda una liturgia de himnos, plegarias-porras, procesiones-mítines, estandartes-retratos del taumaturgo.

Del culto a la personalidad estamos pasando a un contrasentido todavía mayor. Han empezado a aparecer en numerosas partes del primer mundo -y lo que se hace de superficial en el primero, se imita más o menos en el tercero-, los llamados “asesores de imagen”.

Son los que dicen a los que mandan cómo deben vestir y comportarse en público, qué deben decir o prometer en cada circunstancia. Con lo que el culto a la personalidad se convierte en el culto a las apariencias, que no siempre está de acuerdo con lo que piensa, siente y juzga la persona interesada.

Esta sociedad de consumo nos está empujando por atajos cada vez más absurdos. Primero subrayó la importancia de “tener”, con menoscabo del “ser”. Una persona era y es admitida y admirada por lo que tiene, que es algo meramente externo, no por lo que es: su propia personalidad. Ahora, ni por lo que tiene, sino por lo que aparenta.

La imagen fabricada según los criterios de la publicidad está sustituyendo a la persona y al contenido del mensaje que comunica. Ya no importa tanto imponerse por la inteligencia o por la virtud, ni siquiera por el poder que tiene el jefe poderoso. Ahora triunfa el que tiene imagen. No interesan ya los contenidos, sino las apariencias.

En eso andan también las señoras del espectáculo, llámense estrellas, vedettes, divas, microfonistas, tiples, bailarinas, tonadilleras quienes creen que el arte y el éxito de su actuación radica exclusivamente en lo que ellas llaman look, esto es, la apariencia, el aspecto, el arreglo externo, la nueva imagen. Cambiar el corte de pelo, pintar dorada la cabellera que fue negra, otros tintes, otro color de los ojos con otras microlentillas para lograr una nueva fisonomía. Look, siempre look. Terrible tentación de los hombres públicos y de las mujeres privadas que ya no buscan caras sino caretas; no el rostro sino el maquillaje; no la verdad sino su imagen.

(Look: el enorme poeta cubano Nicolás Guillén recientemente fallecido pedía en un poema: “Un favor, que siempre te hablen en español”).

 

Publicado en El Sol de México, 14 de septiembre de 1989; El Sol de San Luis, 23 de septiembre de 1989.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de junio de 2023 No. 1457

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