Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“No hay ninguna lógica que pueda ser impuesta a la ciudad; la gente la hace, y es a ella, no a los edificios, a la que hay que adaptar nuestros planes”. Jane Jacobs

La sedentarización en Mesoamérica al filo de 1521 era una aspiración añeja en casi todas sus comunidades, encabezadas en ese momento por el āltepētl de Tenochtitlan con su doble vertiente de ciudad sagrada y de ciudadela, y sus centros ceremoniales dotados de un culto, ritos y parafernalia litúrgica, a cargo de una casta sacerdotal y un gobernador revestido de atributos excepcionales, el tlatoani.

Las viviendas unifamiliares o los racimos de estas en forma de colmenas se reconocían por formar caseríos y “barrios dispersos” (calpullis) que ya bajo el nuevo régimen serán congregados en parcialidades o pueblos compactos pero bajo el antiguo esquema urbano prehispánico, lo cual tuvo como efecto inmediato la volcadura demográfica de las pandemias, que diezmará hasta lo indecible, durante todo el siglo XVI, al Nuevo Mundo, demostrando hasta la saciedad que la medida no fue acertada, derivando de ello la opción opuesta a la del hacinamiento, la del arrabal en torno a la milpa con viviendas adaptadas a necesidades más elementales de la subsistencia, que a la mirada europea resultará ínfima y despreciable.

Añádase a lo dicho que la agricultura extensiva será la preferida por estas comunidades y los nuevos barrios más inclinados, por lo dicho, a componer caseríos que agrupamiento de casas, y ahora hasta por estrategia sanitaria, en torno a la sementera y hasta con espacios particularmente diseñados para segregar a los enfermos, los hospitales, al grado que no habrá pueblo de indios, por diminuto que haya sido, sin uno a cargo de una cofradía.

Las sobredichas viviendas son por lo general de materiales ligeros y de sistemas constructivos adaptados a diversas necesidades, climas y sistemas agrícolas: armaduras de varas sobre horcones, varazón atada y cubierta con revoque de guano, cuyo común denominador es la ligereza y la facilidad para desmontarlo todo de ser necesario: muros de bajareque sin recubrimiento para que el aire circule y cubiertas de paja.

El régimen de la encomienda y las congregaciones en pueblos de indios a partir de 1549 serán el mortero donde se machaque la fisonomía de la Nueva España desde ese perfil que durante los dos siglos siguientes terminará siendo la fusión de la comunidad precolombina con el urbanismo mesoamericano y ese esquema en torno al nuevo espacio sagrado, que no será tanto el templo como el atrio y su cruz, especialmente antes de volverse cementerio.

Añadamos a todo lo dicho la ocupación de los territorios demográficamente débiles merced a migraciones inducidas que tendrán como vanguardia y por tanto exponentes supremos de este nuevo hábitat, a las culturas genéricamente denominadas tlaxcaltecas, que en el caso de Aridoamérica tendrán un desarrollo y un auge grandísimos, hasta la fecha poco estudiados, no obstante la importancia que tendrán, tanto bajo su condición de pueblos–frontera como también para el establecimiento de rutas civilizatorias estables, sistemáticas y progresivas.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 18 de junio de 2023 No. 1458

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