Por Jaime Septién
Hay muchas voces –incluso dentro de la Iglesia—que abogan por el fin de los conventos de clausura. No entienden (no quieren entender, seguramente) la importancia que tienen para la cristiandad y para todo el mundo estos claustros donde se escucha la respiración de Dios.
La oración continua, el trabajo, el silencio y la meditación son los pilares con los que san Benito salvó a la civilización de Occidente. Los Padres del Desierto no se retiraban para vivir en la inopia: lo hacían para rezar por el destino de su alma y el de las almas de sus hermanos. Hoy, los monjes y las monjas de clausura representan algo más: la medicina contra el mal de la época: la mundanidad.
Se cuenta que, en una de las expediciones para liberar los lugares santos, el barco en que viajaba san Luis, rey de Francia (1214-1270), enfrentó una tormenta terrible. El rey subió a cubierta y calmó a los asustados tripulantes recordándoles que Dios estaba con ellos y que en unos momentos más todos los monasterios europeos rezarían maitines y la tempestad se detendría. En efecto, se detuvo.
Los santos, como las mujeres y los hombres de clausura, creen a pie juntillas en el poder de la oración. Más aún si ésta se realiza delante del Santísimo, en perpetua adoración. Nosotros creemos… a medias. La usamos solo en los momentos decisivos, cuando la muerte o la urgencia nos anuncian cercanía.
Vale la pena recordar aquí un par de versos del poeta anarquista español Gabriel Zelaya cuando al referirse a la poesía (nosotros lo trasladamos a la clausura) dice que es “lo más necesario, lo que no tiene nombre: son gritos en el cielo, y en la tierra son actos”.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de mayo de 2023 No. 1455