Por Jaime Septién

Confieso que soy un adicto a los libros. Todavía me emociono cuando encuentro algún texto que en mi imaginario lector es importante. Desde pequeño he tenido esa sensación. Tendría siete u ocho años cuando mis padres me regalaron una pequeña colección de libros ilustrados con las obras de Julio Verne. Estaban debajo del pino, en un día de Reyes. Envueltos en papel celofán amarillo; todavía los puedo ver, sentir, oler.

Después, por alguna razón que nunca entendí de dónde venía, empecé a buscar libros en las pocas, muy pocas papelerías o librerías que había en Tampico. En mi casa se leía, pero pocos libros, Mi padre devoraba libros. Un día me encontré Cien años de soledad y quedé deslumbrado. Lo mismo con El otoño del patriarca, ambos de García Márquez. Mi amigo, el malogrado Paco Geada (QEPD), me mostró algo que iba a cambiarme la historia: Dostoievski. Leí Crímen y castigo, como quien abre una puerta hacia el corazón humano. Supe, entonces, que mi vida iba a tomar el rumbo de la palabra. Dios me dio una mujer maravillosa, a la que en una de las primeras ocasiones que la conocí, ensayaba El malentendido, de Albert Camus. Y juntos hicimos de nuestros tres hijos, Francisco, Luisa y Mayte, tres niños y jóvenes lectores.

Francisco no había cumplido dos años y ya le leía el Quijote. Luego leía a los tres, por la noche, los siete tomos de Narnia, los cuentos de Tolstoi, y por supuesto, el cuento que me parece el más grande de todos los tiempos: El gigante egoísta de Wilde. Ahora, Maité y yo contemplamos cómo nuestras nietas aman los libros, gracias a sus papás. Es, como dice Alicia Molina, un virus que se transmite por contagio. Un virus maravilloso y peligroso porque puede cambiar tu mundo.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de junio de 2023 No. 1459

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