Por Raúl Espinoza Aguilera
Me parece que la mayoría de los lectores hemos quedado cautivados ante su célebre obra El Principito (1943) por su candidez, aparente simplicidad y honda sabiduría. En un principio se pensó que era un libro de aventuras para niños. Pero estaba destinado a la lectura del público adulto porque esta obra está plagada de profundas imágenes y símbolos.
Tiene frases bastante luminosas y sugerentes como: “Amar no es mirarse el uno al otro; es mirar juntos en la misma dirección” que son perfectamente aplicables para el matrimonio y el noviazgo. Otra frase que es muy aprovechable para la virtud de la fortaleza y la paciencia: “El fracaso fortifica a los fuertes”. Una interesante reflexión para aplicar al entorno circundante: “El sentido de las cosas no está en las cosas mismas, sino en nuestra actitud hacia ellas”. Sobre una humanidad pacífica escribía: “Si queremos un mundo de paz y de justicia decididamente hay que poner la inteligencia al servicio del amor”. Como afirma el conocedor de su obra, Charles Moeller: “El elemento constante en él es su gusto por la aventura poética, que le permitía escapar de la monotonía en la vida cotidiana. (…). En todo buscaba el mundo de la belleza”.
Este escritor nació en Lyon en 1900 y procedía de familia noble. A los 4 años quedó huérfano de madre. De joven intentó ingresar en la sección de arquitectura de la Escuela de Bellas Artes, pero no superó el examen de admisión. Buscó numerosos trabajos, tocó muchas puertas, pero al no tener un título profesional, no encontró un empleo bien remunerado.
Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944) fue un aviador y escritor francés. Reconozco que al leer con calma sus obras completas, me dejaba un cierto resabio de su amargura, desilusión y desencanto. No acertaba a encontrar la causa profunda.
El crítico literario, Jean Claude Ibert, me proporcionó la pista acertada. Al parecer este escritor francés era creyente y pensaba en la existencia de un Ser Supremo. Pero esa creencia se fue difuminando por múltiples causas. Originalmente pensaba en la necesidad de un Absoluto, pero lo fue vaciando de contenido hasta caer en la completa vacuidad. Afirma que en realidad creía en el hombre y en un paraíso en la tierra, más que celestial. Esa contradictoria postura le condujo a una crisis existencial porque con frecuencia padecía de hastío, tedio y monotonía vital, similar a la del escritor Albert Camus y otros filósofos existencialistas.
Es decir, Saint-Exupéry estaba ya muy lejos del Dios de la fe cristiana y su postura lo condujo a un difuminado y vago humanismo. Y concluye este autor: “Si yo poseyera la fe, es bien seguro que una vez pasada esta época de trabajo innecesario e ingrato no soportaría más que Solesmes” (la paz de un convento benedictino). El escritor se refería a que, antes de ser aviador, tuvo una larga temporada en que se dedicó a ocupaciones de ínfima categoría y con muchos esfuerzos y apuros logró sacar adelante sus gastos personales. Finalmente, se le permitió trabajar a prueba como aviador. Que a la postre quedó como un empleo fijo. Esta dedicación le servía como un vehículo para reflexionar sobre la humanidad y muchos otros temas trascendentes. Escribe Charles Moeller que su oficio “le indujo a la contemplación, al recogimiento interior, a la meditación. La soledad del desierto le dio sentido de lo invisible, oculto en lo visible”.
Se casó con la salvadoreña-francesa Consuelo Suncín (1901-1979). Llevaron un matrimonio tormentoso en el que debido a la vida bohemia del escritor estuvo lleno de infidelidades que enfrió el matrimonio.
Sus obras principales, además de El Principito son: Correo del Sur (1928), Vuelo Nocturno (1931), Tierra de Hombres (1939), Piloto de Guerra (1941), La Ciudadela (1948) su obra póstuma y quizá la más reveladora sobre su crisis existencial.
Solía volar desde Paris a diversos puntos de África y luego volaba hasta la Argentina. Hay que señalar que eran aviones muy rudimentarios y, con frecuencia los pilotos sufrían de accidentes que les costaba la vida. Era toda una aventura volar en aquellos aviones, en particular los que cruzaban el Océano Atlántico. Este escritor tuvo percances graves en el desierto en que se golpeó con fuerza el cráneo y eso le trajo numerosas secuelas.
Por otra parte, admiraba a los hombres que eran capaces de sacrificar sus propias vidas para la salvaguardia y salvación de la humanidad y muchas otras actitudes altruistas.
Tuvo un enorme cuidado por conseguir la pureza y exactitud del lenguaje. Revisaba una y otra vez sus textos puliéndolos y buscando los términos que consideraba más adecuados. Por ello, recibió numerosos reconocimientos literarios como: “El Gran Premio de la Novela de la Academia Francesa” (1939), “El Premio Nacional del Libro”, “El Premio Nacional del Libro de No Ficción” (1939). Al final de su libro póstumo La Ciudadela dedica a Dios una humilde y contrita oración para que el Señor le tenga misericordia. Al parecer tuvo una conversión en el último momento de su vida. Nunca estuvo de acuerdo con el nacionalsocialismo de Adolfo Hitler ni con el fascismo y se opuso a esos regímenes totalitarios. En 1944, mientras volaba, fue derribado por un avión caza nazi, falleciendo en el acto mismo del accidente porque se pensaba que era sospechoso de recabar información confidencial para los Aliados. Como en efecto, así era.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de junio de 2023 No. 1459