Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Ponga usted sobre la mesa un mapamundi y señale con lápiz rojo los lugares donde, en estos precisos tiempos, se ha roto la fraternidad, donde hombres y pueblos no viven como hermanos sino como enemigos para exterminar. Ruanda, Sarajevo, El Salvador, Guatemala, Perú, los neninos de la rua (niños de la calle) asesinados en Río de Janeiro, el racismo yanqui, el apartheid de Sudáfrica, el frío abandono de los indígenas, ancianos, sidosos. Luego que el primer homicida mató a su hermano, el Señor protestó contra la ruptura de la fraternidad, como narra el libro del Génesis: Caín, ¿dónde está tu hermano Abel?

En todas las culturas y religiones, a lo largo de los siglos, aparece constante la convicción de que los hombres tenemos un origen común y de que un común destino une a todos los hombres de la Tierra. Los diversos caminos desembocan en el mismo punto de llegada: existe una fraternidad entre los hombres, porque una misma es nuestra naturaleza, nuestra cuna y nuestro fin.

Esta convicción, universalmente compartida, se convierte en la creencia de un Dios padre en la tradición judeocristiana. Somos hermanos, porque tenemos un padre común. Hay fraternidad, porque hay filiación. ¿Por qué entonces quienes debieran vivir como hermanos, siguen repitiendo sin cesar la tragedia de Caín?

Por diferencias económicas. En el mundo actual, dos tercios sufren hambre, mientras el otro tercio sobreabunda en riquezas. El Norte opulento y el Sur miserable. La fraternidad exige compartir los bienes de la Tierra que fueron creados para todos. Sin justicia social y desarrollo equilibrado, toda economía está condenada al fracaso.

Por diferencias étnicas. Por el odio entre las razas. La discriminación del extranjero. La violación a los derechos humanos de los emigrantes, como hoy en California. Guerra de colores: blancos vs. negros y rubios vs. morenos. Guerra de sangres, como si la sangre tuviera diferentes componentes según regiones; sólo las langostas tienen sangre azul. Guerra de sexos: machismos y feminismos malentendidos. Guerra en todos los frentes, el occidental sobre el oriental, el urbícola sobre el campesino, el tecnócrata sobre el indio indocumentado.

Por diferencias culturales. No respetamos costumbres ajenas, religiones diversas, modos distintos de pensar, de actuar y de vivir. Y aún de creer, porque las guerras santas no han terminado.

Vivir la fraternidad exige que aceptemos el diálogo y la pluralidad sin que se discrimine a nadie por su forma de pensar, vestir y rezar. No hay ramillete sin variedad de flores, ni concierto sin variedad de tonos, notas y acordes. Sólo así la historia de Caín que nos tiene amenazados de muerte podrá convertirse en un canto a la fraternidad.

Publicado en El Sol de San Luis, 1 de abril de 1995; El Sol de México, 6 de abril de 1995.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 23 de julio de 2023 No. 1463

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