Por P. Fernando Pascual
Entre quienes estudian los ecosistemas y promueven medidas concretas para conservarlos, aparece un tema estimulante: ¿cómo afrontar la llegada de “especies invasoras”?
Como punto de partida, no resulta del todo fácil definir qué sea una especie invasora.
Inicialmente se podría decir que sería un organismo viviente (planta, animal, sin excluir formas unicelulares) que llega a un territorio caracterizado por poseer un sistema de convivencia (ecosistema) entre las especies más o menos estable.
Pero esa definición suscita nuevas preguntas: ¿es correcto pensar en los ecosistemas como si fueran estables? ¿No constatamos continuamente cómo las especies se trasladan de un sitio a otro como parte de los mismos procesos naturales del planeta?
Un segundo ámbito de reflexiones surge precisamente cuando constatamos que una especie invasora puede llegar de modo natural, o puede llegar como resultado de acciones humanas.
Así, por ejemplo, a una isla más o menos “estable” en sus equilibrios, puede llegar, movida por fuertes vientos, una semilla de una planta novedosa que va a cambiar todo el panorama de la isla.
Otras veces, la nueva especie llega en un barco, o en la maleta de un pasajero, o simplemente gracias a un excursionista que lleva en sus calcetines una semilla que luego “invadirá” un valle hasta ahora bastante aislado.
Como se ve, una semilla, o un animal, puede llegar e “invadir” un ecosistema de varias maneras. Entonces se hace necesario responder a esta pregunta: ¿hay diferencia si la semilla llega “naturalmente” o si llega como consecuencia de acciones “artificiales” de los humanos?
Un tercer ámbito de reflexiones se fija en un punto clave: ¿es correcto decir que conservar “intacto” un ecosistema sería mejor que alterarlo? En otras palabras, ¿hay motivos para considerar como bueno y justo conservar los ecosistemas, y para considerar como malo e injusto alterarlos?
Responder no sería fácil, precisamente porque a lo largo de la historia de la vida en la tierra, cientos de veces los ecosistemas han cambiado, sea por motivos geológicos (un volcán), climáticos (una sequía o una inundación), sea por la llegada (natural o “artificial”) de especies invasoras.
Plantearnos estas preguntas, y otras parecidas, muestra la complejidad de un tema como el que surge a la hora de tomar decisiones sobre las así llamadas especies invasoras.
Porque en esas decisiones muchas veces surge una extraña tensión entre dos extremos: por un lado, el deseo de respetar cualquier vida “natural”, también la de miembros de especies invasoras; por otro, el deseo de conservar un ecosistema que es considerado (por motivos que pueden variar) bueno y digno de continuar a lo largo de los años.