Por P. Fernando Pascual

Entran y salen cientos de personas. Uno va al médico. Otro al trabajo. Algunos turistas consultan el mapa para ver en qué estación tienen que bajarse.

En la estación de metro se entremezclan miles de historias, proyectos, sueños, temores.

Muchos miran a su celular. Otros leen algún libro. No faltan quienes tienen un aire pensativo, o simplemente dejan la mente descansar unos momentos.

Tal vez hay miradas que se cruzan, de modo rápido: no parece correcto entrar en la vida de quien está delante.

Quizá dos o tres personas se saludan: trabajan en el mismo lugar, o han sido compañeros de escuela, o participan en un mismo grupo de turistas.

Todo ocurre con rapidez. Los vagones siguen trayectos fijos, abren y cierran las puertas, mientras la gente entra y sale en un desorden ordenado que funciona.

Los que han estado juntos por unos minutos, se separan para ir a recorrer nuevas rutas que les lleven a sus destinos.

En la estación de metro la vida aparece en una de sus facetas misteriosas y fascinantes: la de la convivencia de quienes tienen una misma humanidad y diferencias que los hacen únicos.

En cierto sentido, así es toda la historia de los humanos en este planeta, donde nacemos, vivimos, luchamos, reímos, lloramos, con miles de encuentros que se pierden entre los olvidos del pasado.

Existe, sin embargo, una meta que a todos nos espera, y que a veces olvidamos, mientras subimos y bajamos del tren que nos lleva a la siguiente estación.

Esa meta, común a todos, se abre con las puertas de la muerte. Allá encontraremos, como un inicio insospechado, a un Dios que nos lleva a todos, semejantes o diversos, en lo más íntimo de su corazón de Padre…

 

Imagen de abdulla binmassam en Pixabay


 

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